Revue de la B.P.C.
THÈMES III/2008
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par Andrés Ollero
professeur de philosophie du droit à
l’Université Rey Juan Carlos de Madrid (*)
Por 'laicismo' habría
que entender un diseño del estado como absolutamente ajeno al fenómeno
religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de
auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que reenvía toda convicción
religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando
más bien neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su
versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de
religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como
'confesionales' por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o
la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos.
Nada más opuesto a la 'laicidad' que 'enclaustrar' determinados problemas
civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida
injerencia de lo sagrado en el ámbito público.
La Constitución
española de 1978 no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado
referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que configura un
'Estado laico'? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un
doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades
fundamentales y determinar qué habríamos de entender por 'laico'[1].
Este calificativo puede en efecto reenviar a planteamientos tan diversos entre
sí como la 'laicidad' o el 'laicismo'.
Ya el arranque del artículo 16.1 CE descarta toda óptica 'laicista': "se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades". Se desborda un planteamiento individualista, que identificaría la libertad religiosa con la mera libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública. Se garantiza pues un ámbito de libertad y una esfera de 'agere licere', con plena inmunidad de coacción, sin que su despliegue deba soportar "más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley".
A ello es preciso
añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado respectivamente
como dimensiones "negativa" y "externa" de la libertad
ideológica y religiosa. La primera se refleja en el artículo 16.2, Que rechaza
toda práctica inquisitorial: "nadie podrá ser obligado a declarar sobre su
ideología, religión o creencias". Una de sus inmediatas consecuencias será
una elemental exigencia de 'laicidad'. Para preservar un abierto pluralismo es
preciso aceptar una doble realidad: no hay propuesta civil que no se fundamente
directa o indirectamente en alguna convicción; la de considerarse por lo demás
irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso.
Esto descarta la
arraigada querencia laicista a suscribir un planteamiento maniqueo de las
convicciones; sobre todo a la hora de proclamar el dudoso postulado de que no
cabe imponer convicciones a los demás. Aparte de que parece obvio que la mayor
parte de las normas jurídicas existen para lograr que alguien realice una
conducta de cuya conveniencia no se muestra suficientemente convencido (sea
apropiarse de lo ajeno, negarse a contribuir al procomún o incluso sembrar el
terror para lograr objetivos políticos...), No hay fundamento alguno para
dirigir tal consejo sólo a quienes no ocultan sus convicciones religiosas, como
si los demás estuvieran menos convencidos de sus propios planteamientos.
Sin perjuicio de que
en el ámbito interno las religiones puedan ‑o incluso deban- llegar a ser
algo más que ideologías, resulta indudable que en el ámbito público no deben
verse peor tratadas que cualquiera de ellas. La Constitución española ya
comenzó por emparejar "libertad ideológica, religiosa y de culto",
cerrando así el paso a la dicotomía laicista: remitir a lo privado la religión
y el culto, reservando el escenario público sólo para un contraste entre
ideologías libres de toda sospecha. Nada más ajeno a la laicidad que convertir
al laicismo en religión civil.
Pero lo que sin duda
llevará a desechar toda interpretación laicista será el epígrafe tercero. Este
arranca de lo que el tribunal califica como "laicidad positiva", de
modo tan reiterado[2]
como poco afortunado; paradójicamente en efecto la expresa en términos
negativos como "aconfesionalidad": "ninguna confesión tendrá
carácter estatal"; pero cuando la laicidad auténticamente 'positiva' entra
en escena es realmente con el mandato incluido en la frase siguiente: "los
poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
iglesia católica y las demás confesiones". Nos encontramos, pues, ante un
estado que se compromete a ser neutral, pero a la vez se reconoce al servicio
de una sociedad que no es neutra ni, en la medida en que se respete su
pluralismo, tiene por qué verse neutralizada[3].
Esto modifica el
planteamiento decimonónico de la laicidad, que la entendía como una declaración
estatal de agnosticismo, indiferentismo o ateísmo. Ahora el estado actua
laicamente al considerar lo religioso exclusivamente como factor social
específico. Ello resulta compatible con un fomento de carácter positivo, que
llevaría a aplicar al factor religioso un 'favor iuris' similar al que se da al
arte, el ahorro, la investigación, el deporte, etc
Nos parece
interesante recordar cómo, en más de un idioma, 'laico' se presenta como
sinónimo de profano: en una acepción por la que con tal término se identifica
al ciudadano común, alejado por ello de los especialistas en saberes que no se
hallan al alcance del común de los mortales. Así entendido, laico sería el
ciudadano de a pie, titular de derechos, y no mero receptor pasivo de las
decisiones de los representantes institucionales de turno; sean éstos los que
integran la jerarquía de su confesión o los que transitoriamente ejercen la del
estado. Una laicidad positiva, con contenido propio, encuentra su más adecuado
contrapunto en cualquier actitud clasificable como 'clerical', tanto en su
dimensión política de relación confesión-estado, como en la eclesial de
relación jerarquía-fieles.
Clericalismos aparte,
el estado será en realidad laico cuando permita serlo al ciudadano, situando en
consecuencia en el centro del problema el libre ejercicio de sus derechos.
Dejará de serlo ‑por confesional o por laicista- cuando se empeña en
imponer a los súbditos su particular y especializado punto de vista, derivado
del modo de organizar sus propias relaciones; no las del ciudadano: una vez más
pues, 'cuius regio eius religio' o, ahora en versión laicista, 'cuius regio
eius non-religio'.
En resumen, la
laicidad implica un triple ingrediente.
1. Los poderes
públicos no sólo han de respetar las convicciones de los ciudadanos sino que
han de posibilitar que éstas sean adecuadamente ilustradas por las confesiones
a que pertenecen.
2. Los creyentes, formada
con toda libertad su conciencia personal, han de renunciar en el ámbito público
a todo argumento de autoridad, razonando en términos compartibles por cualquier
ciudadano y sintiéndose ellos, antes que su jerarquía eclesial, personalmente
responsables de la solución de todos los problemas suscitados por la
convivencia social.
3. Los agnósticos o
ateos no pueden tampoco ahorrarse esta necesaria argumentación sino que también
han de aportarla. Ello implica renunciar a esgrimir un descalificador argumento
de no-autoridad, que les llevaría a una inquisitorial caza de brujas sobre los
fundamentos últimos de las propuestas de sus conciudadanos.
La inclusión de la
referencia expresa a la iglesia católica fue uno de los momentos más
complicados del delicado consenso entre los constituyentes, superado gracias a
un displicente apoyo de los diputados comunistas frente a la beligerancia de
los socialistas[4].
El alcance de dicha cooperación y las posibles consecuencias discriminatorias
respecto a confesiones minoritarias quedan abiertas a la experiencia posterior.
El estado español firma en enero de 1979 una gama de acuerdos con la santa
sede, que se verán en 1992 acompañados por otros tres: los suscritos con la
federación de entidades religiosas evangélicas, la federación de comunidades
israelitas y la comisión islámica.
El mandato de
cooperación demostrará su dimensión 'positiva' al emparentar, en la literatura
académica y en la jurisprudencia constitucional, con la dimensión promocional
del artículo 9.2 Ce, según el cual: "corresponde a los poderes públicos
promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de
los grupos en que se integran sean reales y efectivas". Resulta relevante
esta superación de la dimensión 'negativa', propia de la llamada primera
generación de los derechos y libertades, de neta impronta liberal. Se ha
resaltado que esto constituye una novedad, porque implica el reconocimiento de
la religión, no sólo como un ámbito recluido en la conciencia individual, sino
como un hecho social, colectivo y plural; es decir, supone la toma en
consideración de la realidad social como elemento vinculante para la actuación
de los poderes públicos. Habría entrado en juego una laicidad positiva,
que se caracterizaría por una actitud de cooperación, mientras que la meramente
negativa implicaba sólo indiferencia o distancia[5].
Abierto este amplio
campo de juego, llega el momento de plantearse los contornos del efectivo
alcance de la cooperación, lo que exige tener en cuenta tres aspectos:
1) el obligado
respeto al mandato de no confesionalidad;
2) la necesidad de
hacer compatible esta cooperación de los poderes públicos con la garantía de la
libertad de conciencia de sus funcionarios;
3) la adecuada
proporcionalidad en la cooperación prestada a unas y otras confesiones.
En cuanto al posible
efecto discriminatorio para otras confesiones del trato reservado a la iglesia
católica, será la regulación de la asistencia religiosa a las fuerzas armadas
la que precipite ya en 1981 el debate. Los diputados recurrentes consideran
inconstitucional la existencia del citado cuerpo y aventuran que también lo
sería, "por omisión", el no haberse previsto capellanías de otras
confesiones. El razonamiento, en clave laicista, cobra visos de argumento 'ad absurdum',
al plantearse una cooperación tan igualitaria como prácticamente inviable; la
proporcionalidad sólo podría verse satisfecha igualando neutralizadoramente por
abajo[6].
El Tribunal
Constitucional, sin voto discrepante alguno, se a constatar que no hay trato
discriminatorio, ya que "no queda excluida la asistencia religiosa a los
miembros de otras confesiones, en la medida y proporción adecuadas"; sólo
si ellas la reclamaran y el estado "desoyera los requerimientos",
podría darse tal vulneración[7].
La resolución cobra una particular relevancia, por haber abordado de modo
directo el juego de libertad e igualdad. La respuesta no puede ser más neta:
"el principio de igualdad es consecuencia del principio de libertad en
esta materia"[8].
Confluirán en otros
casos la no confesionalidad y las exigencias de la libertad religiosa de los
funcionarios ‑primer y segundo aspecto que habíamos señalado- ante la
proliferación de celebraciones en las que, por ejemplo, no es fácil discernir
si se trata de ceremonias religiosas con participación militar o de actos
castrenses de contenido religioso. ¿Nos hallamos ante perezosas secuelas de
la vieja confesionalidad o ante legítimas muestras de cooperación?
El Tribunal considera
que "el artículo 16.3 no impide a las fuerzas armadas la celebración de
festividades religiosas o la participación en ceremonias de esa
naturaleza", el tribunal recordará que deberá siempre "respetarse el
principio de voluntariedad en la asistencia"[9].
Años después el mismo
Tribunal recordará que el artículo 16.3 CE, "tras formular una declaración
de neutralidad", "considera el componente religioso perceptible en la
sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener 'las consiguientes
relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás
confesiones'"[10].
La alusión a la neutralidad resulta particularmente relevante, dado que uno de
los argumentos más socorridos del laicismo sería su actitud neutral ante las
diversas opciones religiosas, alejada de una parcialidad presuntamente
perturbadora. En un contexto de cooperación lo neutral no puede
identificarse con lo neutro; esto permite descartar de inmediato un
inevitable efecto neutralizador. Hay pues una toma de partido por una
libertad positivamente valorada, que no se sacrifica a una uniformadora
igualdad.
Siendo la libertad
religiosa un derecho particularmente vinculado a la persona, el laicismo se
muestra por el contrario más atento a su repercusión social; antepone
obsesivamente igualdad a libertad, hasta el punto de convertir a ésta en
públicamente irrelevante[11].
De ahí que la respuesta laicista acabe exigiendo una actitud más neutralizadora
que neutra. La distinción entre actitud neutral y neutra resulta un eco de la que
se ha establecido al recordar que no es lo mismo exigir al estado una "neutralidad
de propósitos", por la que "debe abstenerse de cualquier
actividad que favorezca o promueva cualquier doctrina particular en detrimento
de otras", que imponerle el logro de una "neutralidad de efectos o
influencias"; resultará imposible que su intervención deje de tener
importantes consecuencias prácticas sobre la capacidad de cada doctrina de
expandirse o ganar adeptos[12].
Nadie ha considerado
necesario explicar a qué nos referimos al hablar de libertad ideológica, como
tampoco parece nada problemático captar el alcance de la libertad religiosa. Sí
sería obligado preguntarse si el pluralismo, como valor superior del
ordenamiento, sería compatible con una igualdad ideológica, que
persiguiera una efectiva parificación de efectos entre las diversas propuestas
ideológicas en juego. Nada menos pluralista que una pluralidad planificada con
garantizada igualdad final. Tampoco pues tendría mayor sentido proponer una igualdad
religiosa, capaz de garantizar una parificación de los efectos de la
actuación de los poderes públicos sobre las diversas confesiones a las que los
ciudadanos pueden libremente adherirse.
La cooperación, como
el pluralismo, no remite a una pluralidad planificada sino a un tener en cuenta
las creencias profesadas por los ciudadanos, fruto de su libre voluntad y en
consecuencia previsiblemente desiguales.
Veinticinco años
después, el paso de la confesionalidad católica del régimen franquista al
sistema de cooperación, parece haber convertido a la constitución de 1978 en un
instrumento eficaz para una garantía y promoción de la libertad religiosa en un
positivo ambiente de laicidad. No cabe afirmar que la iglesia católica,
abrumadoramente mayoritaria en la sociedad española, haya sido la única
beneficiaria, aunque sí se ha visto claramente excluida toda interpretación
laicista del texto constitucional.
(*) Directeur de la
revue internationale de philosophie du droit Persona y derecho
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© THÈMES.......................III/2008
[1] De
ello nos hemos ocupado en España ¿un Estado laico? La libertad religiosa en
perspectiva constitucional Madrid, Civitas, 2005.
[2] SSTC
46/2001 F.4, 128/2001 F.2, in fine, 154/2002 F.6. y 101/2004, F.3.
[3] R.NAVARRO
VALLS alude a la jurisprudencia constitucional alemana para resaltar que
"invocando la libertad religiosa negativa no puede verse coaccionado o
recortado el derecho de libertad religiosa positiva" ‑Justicia
constitucional y factor religioso en La libertad religiosa y de
conciencia ante la justicia constitucional Granada, Comares, 1998, pág. 31
y nt.25.
[4] Cfr.
sobre la modificación del anteproyecto -Constitución Española. Trabajos
parlamentarios Madrid, Cortes Generales, 1980, t.I, págs. [10, 396, 146,
180, 183, 197, 242, 320, 485 y 515]; sobre su debate en el Congreso, t.I, págs.
[680, 719 1020, 1027 y 1028]; t.II, págs. [1885, 2046, 2052 y 2065]; sobre las
enmiendas y debate en el Senado, t.III, págs. [2677, 2792, 2839, 2854, 2910,
3222, 3224-3226 y 3230-3231]; t.IV, págs. [4416-4418 y 4422].
[5] El
propio Tribunal Constitucional levanta acta de que ahora "se exige a los
poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar
asistencial o prestacional" ‑STC 46/2001, F.4.
[6] En
voto discrepante se recogerá un significativo 'obiter dictum', no contrapuesto
a la postura de la mayoría: con el artículo 16 en España "no se instaura
un Estado laico, en el sentido francés de la expresión", que considere que
"todas las creencias, como manifestación de la íntima conciencia de la
persona, son iguales y poseen idénticos derechos y obligaciones" ‑voto
particular del magistrado Jiménez de Parga, con tres adhesiones, a la STC
46/2001 del Pleno.
[7] STC
24/1982, F.4.
[8] STC
24/1982, F.1.
[9] Se
insiste en ello en la posterior y más evasiva STC 101/2004. Asunto distinto, y
que lleva a la paradójica desestimación del amparo, es que "no todo acto
lesivo de un derecho fundamental es constitutivo de delito", por lo que
aunque la autoridad militar "vulneró la vertiente negativa de su derecho
fundamental a la libertad religiosa", no lo hizo necesariamente
"mediante una conducta merecedora de sanción penal" ‑STC
177/1996, F.10 y 11.
[10] STC
46/2001, F.4.
[11] De
la prioridad de la igualdad sobre la libertad, propia de los puntos de partida
laicistas, tuvimos ocasión de ocuparnos en Christianisme, sécularisation et
droit moderne: le débat de la loi espagnole de mariage civil de 1870 en Cristianesimo,
secolarizzazione e diritto moderno (ed, por L. Lombardi-Vallauri y G.
Dilcher) Milano, Giuffrè, 1981, t.II, págs. 1099-1140.
[12] Así
lo plantea J.RAWLS, tras rechazar, por imposible, una neutralidad procedimental
en el ámbito público ‑El liberalismo político (1993) Barcelona,
Crítica, 1996, págs. 226‑228.