Revue de la B.P.C.
THÈMES III/2008
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¿Puede no imponer convicciones el derecho?
par Andrés Ollero,
professeur de philosophie
du droit à l’Université Rey Juan Carlos de Madrid (*)
pág. 187 y ss.
De El Derecho en teoría The Global Law
Collection
No cabe imponer las propias convicciones a los demás. Tan tajante afirmación, a más de drástica, suena a
perogrullada. ¿Qué es eso de pretender que todos piensen como nosotros?
Analizado desde otro ángulo, más jurídico, quizá cambie el panorama. Si fuera
imaginable una sociedad en la que cada cual pudiera comportarse con arreglo a
su leal saber y entender ¿sería necesario el derecho? Sabemos, por MARX, que en
una sociedad sin clases, donde –erradicada la propiedad y su estructura de
explotación– vivaquearía el hombre nuevo, no habría ya derecho alguno. En el
cielo, donde quizá sería aún más imaginable tan bucólico panorama, no hay
noticia de que rija ordenamiento jurídico alguno, ni siquiera el canónico...
Todo parece pues indicar que
el derecho existe precisamente para que algunos ciudadanos se comporten de
determinado modo, pese a su escaso convencimiento al respecto. A quien está
convencido de que la defensa de sus heroicos ideales políticos justifica
generar muertes, de modo indiscriminado o selectivo, se le procurará convencer
sobradamente de lo contrario con las penas oportunas. Lo mismo ocurrirá a quien
se muestre poco convencido de que resulte rechazable privar de sus bienes a
quien poco los valora, dado su probado insuficiente empeño en protegerlos; y
así sucesivamente... Todo parece indicar que el derecho existe precisamente
para lograr ajustar también la conducta de los menos convencidos.
1. DEMOCRACIA Y
PLURALISMO
Ello es perfectamente
compatible con el reconocimiento del pluralismo como valor superior
del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE) y la consiguiente renuncia a que
todos acaben pensando como uno venga teniendo por costumbre. Como ya hemos
visto, el derecho se presenta siempre como un mínimo ético, lo que excluye de
entrada que los demás deban compartir nuestros más preciados maximalismos. Pero
incluso ese mínimo ético deberá determinarse a través de procedimientos que no
conviertan al ciudadano en mero destinatario pasivo de mandatos heterónomos. La
creación de derecho deberá estar siempre alimentada por la existencia de una
opinión pública libre, lo que convierte a determinadas libertades (información
y expresión) en algo más que derechos fundamentales individuales: serán
también garantías institucionales del sistema político.
Todo ello no implica relativismo alguno. La democracia no deriva del convencimiento de que nada es
verdad ni mentira; dogma que, para algunos, sí cabría imponer a los demás. La
democracia se presenta como la fórmula de gobierno más verdaderamente adecuada
a la dignidad humana y, en consecuencia, recurrirá al derecho para mantener a
raya los comportamientos de quienes no se muestren demasiado convencidos de
ello. La democracia no deriva siquiera de la constatación de que el acceso a la
verdad resulta, sobre todo en cuestiones históricas y contingentes,
notablemente problemático; se apoya, una vez más, en una gran verdad: la
dignidad humana excluye que pueda prescindirse de la libre participación del
ciudadano en tan relevante búsqueda. El pluralismo político no aparece en el
artículo 1.1 CE conflictivamente, como si insinuara que vaya usted a saber en
qué pueda consistir esa justicia –y, en consecuencia, esa libertad e igualdad–
de las que el mismo párrafo habla; se limita a recordar que no cabrá
determinarlas de modo unilateral, impidiendo que los ciudadanos puedan
intervenir en ello.
Cuando se olvida esa
indiscutida pretensión de verdad que la democracia lleva consigo, compartida
con la de los derechos humanos que aspira a garantizar, todo se desquicia.
Cuando el que está convencido de que cabe, por complejo que resulte, captar una
justicia objetiva comparte, a la vez, esa identificación de democracia con
relativismo, acabará siendo coherentemente antidemocrático y verá en ese
pluralismo relativista un elocuente síntoma de error. Si, por el contrario,
considera a la democracia como una de las más netas expresiones de un objetivo
ajustamiento de las relaciones sociales, no sólo como útil procedimiento sino
también como garantía de exigencias jurídicas naturales, se considerará
particularmente obligado a defenderla.
Cuando se identifica democracia
con relativismo, se verá un enemigo en cualquiera que insinúe, siquiera
remotamente, que algo pueda ser más verdad que su contrario. Lo más cómico del
asunto es que –desafiando el principio de no contradicción– se convertirá así
al relativismo en un valor absoluto sustraído a toda crítica. Por detrás de
todo ello latirá, una vez más, el dilema entre cognotivismo y no-cognotivismo
al abordar las realidades éticas y políticas. El primero entiende que también
en el ámbito de la praxis existen realidades objetivas susceptibles de
captación racional; sin perjuicio de que no se trata de cosas, ni de que
ese raciocinio práctico sea algo bien distinto de una mera aplicación mecánica
de una receta teórica. En tal contexto, el principio de las mayorías juega como
síntoma positivo de un previsible acercamiento a la verdad, por aquello de que
cuatro ojos ven más que dos. Si, por el contrario, se suscribe el
nocognotivismo, el ámbito de la praxis no remite a realidad objetiva alguna
sino que se mueve por meros impulsos volitivos, emocionales o sentimentales.
Una conducta será buena o justa porque se desea o porque agrada; las mayorías
pierden así toda dimensión racional para convertirse en mero respaldo numérico
a una decisión arbitraria o a una emoción compartida.
Añádase a ello las ya
comentadas vicisitudes del consenso. Se recurrió a él como sustitutivo de un
derecho natural objetivo de cuestionada evidencia, al que se pretendía suplir
por una fáctica aceptación mayoritaria. Posteriormente, el creciente
interculturalismo de las sociedades europeas activa el necesario respeto a las
minorías; queda así devaluado, al aparecer como mera expresión de la opción
hegemónica.
2. PROPUESTA LAICISTA DE
NEUTRALIDAD
Para quienes muestran esta
curiosa dificultad para hacer compatible democracia y verdad, el problema se
agudiza cuando las verdades propuestas dejan entrever parentescos con las
confesiones religiosas socialmente mayoritarias. Al debate sobre el relativismo
se une ahora el principio de laicidad, que exige respeto a la autonomía
de las instituciones temporales. Estado y confesiones conciernen al mismo
ciudadano, pero tienen ámbitos de acción propios que deben verse beneficiados
por una razonable cooperación entre poderes públicos y confesiones. No
ocurre así cuando la presencia de lo religioso en la vida social no se acoge
con la misma naturalidad que la de lo ideológico, lo cultural o lo deportivo,
sino que se le atribuye una dimensión de perturbadoracrispación que lo haría sólo
problemáticamente tolerable. Surge así ellaicismo, con sus imperativos
de drástica separación entre poderes públicos e instituciones
eclesiales.
Quien se cierra a una visión
trascendente de la existencia tiende a reducir a política, y a evaluar en términos
de poder, todo el dinamismo social. La lógica autoridad moral que los
ciudadanos tienden a reconocer a las confesiones religiosas se percibe como la
pretensión de ejercer una potestad intrusa, no rubricada por los votos.
El único modo de extirparla sería una forzada privatización de toda vivencia
religiosa, que niega legitimidad a su presencia pública.
Procedería pues enmudecer
por perturbador a cualquier magisterio confesional, por permitirse ilustrar a
sus fieles sobre cómo afrontar determinadas situaciones o problemas sociales.
Por supuesto, visto con ojos medianamente liberals la situación sería bien
distinta. Para RAWLS*, por ejemplo, «en una sociedad democrática, el poder no
público», como el «ejercido por la autoridad de la iglesia sobre sus feligreses,
es aceptado libremente»; «pues, dadas la libertad de culto y la libertad de
pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros
mismos». Cuando algo tan elemental se olvida, la libertad religiosa desaparece
en la práctica como derecho fundamental, para verse reducida a actividad
privadamente tolerada. Se ha superado la vieja idea de que la religión sea el
opio del pueblo, lo que obligaba a perseguirla; se pasa, en heroico progreso, a
tolerarla como tabaco del pueblo: fume usted poco, sin molestar y, desde luego,
fuera de los centros de trabajo...
Relativismo y laicismo generan a medias un peculiar concepto de neutralidad,
destinado más bien a neutralizar de modo beligerante cualquier propuesta
social que guarde parentesco histórico o cultural con el credo religioso
mayoritario. Se olvida la equiparación, presente en el artículo 16.1 CE, entre
«libertad ideológica, religiosa y de culto». Mientras que se consideraría
negativa la consolidación de una sociedad desideologizada, se pretende imponer
una sociedad sin signos religiosos; se apela a la necesidad de favorecer una igualdad
religiosa, aunque no dejaría de considerarse estrafalaria cualquier
propuesta de igualdad ideológica, difícilmente compatible con el pluralismo.
KELSEN* se convirtió en profeta de esta mentalidad. La laicidad fue una
creación cristiana; de lo de dar al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios no había precedente. Sin embargo, en un paradójico ejercicio de
laicidad, adjudicará por decreto dimensión religiosa a toda propuesta
iusnaturalista. De poco servirá que el derecho natural ayudara en la modernidad
precisamentea zanjar las guerras de religión, al remitir a una ética pública
objetiva y racionalmente cognoscible. Ni los derechos humanos se librarán de la
quema; el no cognotivismo impone sus dogmas: «Si la doctrina del derecho
natural quiere ser consecuente consigo misma, debe tener un carácter religioso,
ya que el derecho natural es necesariamente un derecho divino, si es que ha de
ser eterno e inmutable, contrariamente al derecho positivo, temporal. Sólo la
hipótesis de un derecho natural establecido por la voluntad de Dios permite
afirmar que los derechos subjetivos son innatos al hombre y que tienen un
carácter sagrado, con la consecuencia de que el derecho positivo no podría
otorgarlos ni arrebatarlos al hombre, sino solamente protegerlos y
garantizarlos».
A la decimonónica
incompatibilidad entre fe y razón, en el ámbito cultural, se corresponderá la
de democracia y religión: «la teoría jurídica, política y social del tipo
democrático se revela en su verdadero carácter de teoría social científica por
excelencia, mientras que el tipo autocrático trata el problema de la sociedad
como objeto del conocimiento, con arreglo a puntos de vista político-religiosos,
esencialmente teológicos». El cognotivismo ético sería pues, para KELSEN,
obligadamente confesional y autoritario. «Quien en su voluntad y actuaciones
políticas puede invocar la inspiración divina, el apoyo sobrenatural, puede
tener el derecho de cerrar su oído a la voz de los hombres, y de imponer su
voluntad –que es la del sumo bien– a un mundo de descreídos y de ciegos, porque
quieren de otro modo».
Laicismo y relativismo
acaban componiendo una extraña pareja, porque los drásticos planteamientos del
primero cobran un carácter absoluto difícilmente superable; pero el enemigo
común une mucho. El relativismo rechaza toda justicia objetiva y el laicismo a
quien se le ocurra predicarla. En otros tiempos se impuso más de una vez una
teoría de los derechos de la verdad, animaba de modo poco tolerante a
negarlos a los equivocados. Ello contribuyó no poco a desprestigiar al derecho natural; con amigos así
no hace falta tener enemigos... Ahora se patenta una contrateoría simétrica:
todo aquel que sugiera que hay soluciones objetivamente más verdaderas que
otras, será tratado como autoritario; por muy abierta que sea su actitud
subjetiva en la búsqueda y realización práctica de esa verdad.
Este maridaje acaba
confundiendo el plano de la realidad (existen o no elementos objetivos) con el
de su conocimiento (cabe conocerlos racionalmente, con más o menos dificultad).
El pluralismo asume la dificultad del acceso a la verdad y, en consecuencia, da
por hecho que caben caminos diversos para acercarse a ella y tiende a
considerar provisional lo logrado. Con esta actitud está dando por supuesto,
como hace también la ciencia, que existe una realidad objetiva que tiene
sentido buscar; de lo contrario, sobrarían todos los caminos imaginables y
tendríamos un definitivo mentís relativista al problema planteado. El
relativismo en sentido fuerte no se instala en la dificultad del conocimiento
sino en su pura y simple imposibilidad (no-cognotivismo), saltando desde ahí a
un nihilismo ontológico: no es que sea difícil conocer, es que no existe en ese
ámbito realidad objetiva alguna que pueda ser objeto de conocimiento.
KELSEN predicará, en
consecuencia, la incompatibilidad de democracia y bien objetivo. Asumir «los
principios democráticos de libertad e igualdad es solamente justificable si no
hay respuesta absoluta a la pregunta de qué es lo mejor, si no hay cosa alguna
que sea el bien absoluto». La consecuencia autoritaria será inevitable: cuando
alguien le anime a buscar la verdad, no se fíe; acabará dándole con ella en la
cabeza. «El que presume de poseer el secreto del bien absoluto pretende estar
facultado para imponer su opinión, así como su voluntad, sobre los demás que
están en el error».
3. UN INTENTO DE ACUERDO
FRONTERIZO: PÚBLICO-PRIVADO
En este contexto, la frecuente
vinculación de lo moral con lo religioso agudizará la dificultad del ya
estudiado deslinde entre lo jurídico y moral; sobre todo en países donde la
tensión entre clericalismo y laicismo no ha llegado a encontrar históricamente
una respuesta equilibrada. Se tenderá a confinar lo religioso, incluidas sus
propuestas morales, en el ámbito de lo privado; mientras, se reserva a lo
jurídico un ámbito público concienzudamente depurado de su posible influencia.
Esta adjudicación, un tanto
simplista, de la perspectiva moral al ámbito de lo privado y la jurídica al de
lo público deja sin resolver el problema decisivo: cómo podemos trazar la
frontera entre uno y otro; de dónde obtendremos los criterios para resolver si
determinado problema, por su relevancia pública, ha de ser regulado por el
derecho, o si cabe privatizarlo dejándolo al albur de los criterios morales de
cada cual. No es difícil ponerse de acuerdo en que derecho y moral no han de
identificarse; por supuesto, muchas exhortaciones morales no tendría sentido
exigirlas jurídicamente y el derecho no debe prohibir sólo conductas inmorales,
sino que bastará con que resulten funcionalmente perturbadoras. El problema
surge porque sólo partiendo de un determinado concepto del hombre, y de la
inevitable traducción de éste en un código moral, cabrá deslindar qué
exhortaciones morales merecen apoyo jurídico y cuáles cabría confiar a la
benevolencia del personal; así como dictaminar que determinado problema reviste
tal relevancia pública que el derecho no podrá ignorarlo, privatizándolo
imprudentemente.
A la hora de abordar esta
cuestión clave no cabe otra solución que determinar el ámbito de lo
jurídicamente relevante, teniendo como referencia –de modo más o menos
consciente– los perfiles de la justicia objetiva. Como los planteamientos
antropológicos y morales que sirven de punto de partida no serán unánimes,
siempre habrá quien no vea reflejado en el ordenamiento jurídico su propuesta
de deslinde. Teniendo en cuenta las convicciones de todos, al final –se quiera
o no– habrá que imponer a más de uno aspectos que personalmente no hace suyos.
Tener en cuenta las
convicciones de todos, equivale por otra parte a reconocer que todos tienen
convicciones. El laicismo tiende a estigmatizar como tales sólo la de los
creyentes, como si los demás tuvieran el cerebro vacío. Desde esta perspectiva
se consolida una concepción discriminatoria del término convicciones, vinculándolo
de modo exclusivo a aquellos juicios morales emparentados con posturas
defendidas por determinadas confesiones religiosas. Los demás podrán echar su
cuarto a espadas; aun dando por hecho que tienen también sus propias
convicciones, habría –al parecer– que privilegiarlos como agradecimiento a que
hayan tenido a bien no confesarlas. Denunciar como ilícita injerencia lo que se
considera un intento de imponer determinadas convicciones a los demás, sería
razonable si quien las propone como contenido de una norma jurídica, recurriera
como único fundamento al argumento de autoridad derivado de su positiva
acogida por el magisterio confesional de turno. Resultaría ilógico, por el
contrario, rechazar tal propuesta por su mero parentesco confesional cuando se
la ha apoyado en argumentos racionalmente compartibles, al margen de que se
asuma o no dicho credo.
Particularmente fuera de
lugar queda tal actitud cuando se dirige contra confesiones religiosas que han
asumido la laicidad; es decir, la existencia de un ámbito de exigencias, tanto
morales como jurídicas, naturales y, en consecuencia, cognoscibles con
las luces de la razón, sin necesidad de acudir a un saber-más atribuido a la
fe. La convicción de que no se debe matar a otro no es menos natural, ni menos
racionalmente cognoscible, porque los obispos tengan a bien recordarla a su
feligresía. La laicidad cristiana lleva a evitar cuidadosamente establecer como
fundamento ético (moral y jurídico) un voluntarismo (incluso divino-positivo);
no se considera algo bueno y justo porque Dios haya querido que lo sea.
Implica, por el contrario, un cognotivismo ético, a cuya luz los preceptos del
decálogo no son verdad porque Dios los haya querido revelar, sino que hay que
considerar muy razonable que los haya querido revelar, precisamente porque son
verdad.
Todo esto tiene poco que ver
con los fundamentalismos teocráticos, que pretenden convertir en derecho los
dictados del profeta sin otro fundamento que tal argumento de autoridad. Para
quien así actúa resultará superflua cualquier argumentación destinada a
hacerlos compartibles por los no creyentes. Al infiel no se le reconocerá
derecho alguno a exigirlo; si sale vivo del trance, puede considerarse
afortunado.
Situados de nuevo ante la
necesidad ineludible de trazar la línea entre lo jurídicamente exigible y lo moralmente
admisible, el laicismo opta por tomar partido disfrazado de árbitro. Atribuirá
de modo gratuito patente de neutralidad a sus parciales propuestas de no
contaminación. Conseguirá así, con particular eficacia, imponer sus
convicciones por el simpático procedimiento de no confesarlas; no porque se lo
pueda considerar poco convencido, sino sólo por haberlas formulado desde
presupuestos filosóficos o morales no abiertamente similares a los de una
confesión religiosa. Se produce así una caprichosa atribución de neutralidad
moral a propuestas harto discutibles; como si la frontera entre la fe y la
increencia marcara a la vez otra entre la valoración o la inocuidad del juicio.
Característica de esta
implícita discriminación, atentatoria a la libertad religiosa, es la propuesta
de que el derecho se inhiba, optando por mostrarse neutral ante problemas
particularmente polémicos. Resulta esto explicable cuando se parte del
convencimiento, típicamente laicista, de que si determinadas cuestiones cobran
dramatismo no es porque la sociedad les conceda singular importancia, sino como
artificial consecuencia del carácter inevitablemente perturbador de la
presencia en el ámbito público de elementos de procedencia religiosa. Es fácil
que a ello contribuya la añadida vinculación de lo polémico con la previsible
resistencia, por parte de los defensores de los tópicos vigentes, a toda
progresista propuesta de innovación utópica.
Obviar la polémica,
presentando con aire neutral conductas que antes se habían visto rechazadas a
golpe de juicio de valor, sería el modo más eficaz de contribuir al progreso y
de vencer al oscurantismo. En realidad, lo que se está haciendo es sustituir un
anterior juicio de valor, sometido a debate, por otro que, disfrazado de
neutral, podrá ahorrarse toda argumentación. Parece obvio que al discutirse si
los poderes públicos deben sancionar penalmente una conducta o dejar que cada
cual haga de su capa un sayo, optar por lo segundo no demuestra neutralidad
alguna; supone suscribir sin más la segunda alternativa. No parece exigir
demasiado que, quien lo haga, haya de molestarse en argumentarlo.
Al final podríamos vernos
abocados a un doble intento, un tanto surrealista: sustituir, en primer lugar,
la verdad por el mero consenso, en vez de considerar a éste como síntoma
positivo de acercamiento a ella; pretender, más tarde, dar paso a un consenso
particularmente selecto, basado en el imperativo convencidos abstenerse.
Con ello se impediría participar en la configuración del consenso a todos los
que tengan la convicción de que lo que ellos proponen es, por más verdadero,
acertado. A poco que se reflexione, pretender fundar la convivencia social
sobre propuestas no consideradas convincentes ni por los mismos que las
formulan parece innecesariamente lúdico...
La causa última del problema
acaba quedando en evidencia: las ideologies de querencia totalitaria se
muestran incapaces de soportar una convivencia entre autoridad moral y potestad
política. Lo reducen todo a política, con lo que de camino atribuyen a ésta
–como una expresión más de la soberanía– el derecho a imponer a todos los
ciudadanos un código moral. No siendo éste neutro, neutraliza al vigente, invirtiendo así el juego
democrático.
4. DEMOCRACIA Y DERECHO:
UN MÍNIMO ÉTICO NADA NEUTRAL
Sin perjuicio de que los
poderes públicos hayan de actuar de modo neutral, respetando el pluralismo
social, será inevitable que en el ejercicio de sus responsabilidades acaben
dictando resoluciones que rimen más con las convicciones de unos que con las de
otros. Éstos tendrán pues que soportar la imposición de las ajenas; no sólo
cuando contrarían de modo directo sus propios intereses individuales, sino
también cuando se apartan de la configuración de las relaciones sociales que
consideran más adecuada; asunto sobre el que no dejan de mostrar también un
legítimo interés.
El paternalismo acaba a
veces encontrando su reflejo simétrico en un individualismo insolidario; si el
primero se empeña en imponer al ciudadano cortapisas por su bien, el
segundo le invita a no meterse en lo que no le importa, decidiendo por ejemplo
que, si no es mujer, el aborto no debe inquietarle ni poco ni mucho. Es obvio
que con ello se está decidiendo, con neutralidad paradójicamente
machista, que la vida del no nacido no merece interés masculino alguno.
Para esta situación,
aparentemente contradictoria, ha ofrecido RAWLS* como razonable solución
aspirar a una «neutralidad de propósitos» por la «que el Estado debe
abstenerse de cualquier actividad que favorezca o promueva cualquier doctrina
comprehensiva particular en detrimento de otras, o de prestar más asistencia a
quienes la abracen». A la vez hay que admitir que «resultará imposible» evitar
que se acaben produciendo «importantes efectos e influencias » sobre
«las doctrinas comprehensivas duraderas y capaces de ganar adeptos con el
transcurso del tiempo; y es inútil tratar de compensar esos efectos e
influencias, o incluso tratar de averiguar, con fines políticos, su alcance y
su profundidad. Debemos aceptar los hechos de la sociología política de sentido
común».
Situados ante esta realidad,
parece claro que sólo la existencia de un fundamento objetivo podría
justificar que se llegue a privar de libertad a quien desobedezca normas no
necesariamente coincidentes con sus convicciones. Similar presupuesto late bajo
el principio de no discriminación, recogido en el artículo 14 CE: sólo la
existencia de un fundamento objetivo y, en consecuencia, razonable justificará
que pueda tratarse de modo desigual a dos ciudadanos. Lo de razonable rebosa
de la inevitable ambivalencia de la razón práctica; se trataría de un
fundamento racionalmente cognoscible, por una parte, y posibilitador de un
ajustamiento de relaciones satisfactorio, por otra. Lo lógico y lo ético se
acaban dando la mano en un planteamiento cognotivista. Pretender abordar
problemas jurídicos tan elementales negando la razón práctica, y por tanto la
posibilidad de reconocer un fundamento objetivo y razonable, exigiría a un
positivista coherente confiarse a una sorprendente armonía pre-establecida. Habría
que dar por hecho que cuando una conducta cobra relevancia jurídica se
excluiría como por ensalmo todo conflicto al respecto. Sin posibilidad de
recurso a la razón práctica, la armonía pre-establecida se impondría por
activa, al mantenerse el contenido esencial de los derechos fundamentales
al margen de la cotidiana agenda política, sustrayéndolo del juego del
principio de las mayorías. Pero lo mismo ocurrirá por pasiva, cuando se
propone paradójicamente que se aplique similar trato a cualquier cuestión
enconada. La feliz ocurrencia de imponer la inhibición de los poderes públicos
ante problemas que merezcan muy distinta valoración moral a unos y otros
ciudadanos, equivale a sustraerlos acríticamente a todo debate público; en
consecuencia se dejará que cada ciudadano haga en conciencia lo que mejor le
parezca, que era precisamente –al margen de toda pretendida neutralidad– una de
las propuestas en litigio.
Tampoco cabría solucionar el
problema mediante el socorrido recurso al consenso. Descartado el posible juego
de la razón práctica, el consenso no tendría ya nada que ver con verdad
objetiva alguna, sino que pasaría a ser mera expresión de la superioridad
cuantitativa de determinadas voluntades. Esa voluntad mayoritaria, falta de
todo correlato objetivo, estaría en condiciones de imponer a las minorías una
auténtica dictadura. Cuando, por ser la sociedad pluricultural, no cabe dar por
supuesta voluntad unánime alguna, sería imposible salir de tal círculo vicioso.
Tanto si reconocemos la
existencia de una justicia objetiva, de posible –y laboriosa– captación
racional, como si –faltos de ese punto de apoyo– nos entregamos a la dictadura
de la mayoría, tendremos que plantearnos si no cabría buscar vías excepcionales
que mitiguen la inevitable imposición de convicciones que el mínimo ético
jurídico, por mínimo que sea, lleva siempre consigo.Surge así el problema de la
tolerancia, que merece examen más detenido.
Apuntemos, por adelantado,
que el planteamiento de la cuestión desmiente ya la muy extendida idea de que
la tolerancia sería lógica consecuencia del relativismo; cuando
nada es verdad ni mentira, no cabe imponer a nadie verdad alguna. Comprobado
que no cabe convivir sin imponer convicciones, el relativismo lo único que hace
es sustituir una descartada verdad objetiva por una cruda voluntad mayoritaria.
Si nada es verdad ni mentira, no se adivina en nombre de qué habría que buscar
vías excepcionales. Ya los sofistas tenían claro que todo eso de la justicia
objetiva era un truco de los débiles para que no se impusieran los fuertes, que
es lo que tocaba. La única razón para que nos planteemos posibles rebajas
excepcionales a la hora de imponer el mínimo ético será precisamente ésa: que
la razón tenga algo que decir al respecto; ello ocurre por una doble vía.
La conciencia de la
falibilidad de la propia razón alimentará, en primer lugar, la tolerancia, al
dar por hecho que una opinión hoy minoritaria podría ser mayoritaria mañana,
precisamente por su capacidad de mostrarse argumentadamente como verdadera.
Pero, aun al margen de ello, dando por hecho que algunos defienden
planteamientos que se consideran erróneos o practican conductas socialmente
rechazables, no es menos verdadero que tienen una dignidad personal;
esto justificaría, en segundo lugar, con creces que se busque el modo de evitar
imponerles todo aquello que no resulte realmente imprescindible.
Expresivo del primer ámbito
de tolerancia es el concepto de veracidad* que maneja la jurisprudencia
constitucional española. El artículo 20.1.d) CE reconoce el derecho «a
comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de
difusión». Ello no supone, como en justicia parecería exigible, que aquello de
lo que se informa sea verdad. El Tribunal Constitucional recordará, que «la
referencia al carácter objetivo de la información, como condición de ésta,
intentó incluirse en el anteproyecto de la Constitución, y que fue excluida
conscientemente del texto definitivo del art. 20». «La limitación del derecho a
la información al relato puro, objetivo y aséptico de hechos no resulta
constitucionalmente aceptable ni compatible con el pluralismo, la tolerancia y
la mentalidad amplia, sin los cuales no hay “sociedad democrá tica”» ya que «la
divergencia subjetiva de opiniones forma parte de la estructura misma del
aspecto institucional del derecho a la información». Lo decisivo será pues
«valorar si el periódico actuó con la debida diligencia en la búsqueda
de la verdad», «teniendo en cuenta los estándares ordinarios de investigación y
búsqueda de informaciones».
Asumiendo la dificultad que
la tarea de especificar las exigencias del bien común entraña, se opta por
evitar excesos de paternalismo, dando entrada a un principio in dubio pro
libertate. Ello explica que determinadas conductas, que venían siendo
sancionadas penalmente, acaben viéndose despenalizadas, por entenderse que el
bien común de la sociedad no ha de resentirse necesariamente por ello. Así
ocurrió entre nosotros con las relaciones homosexuales, a diferencia de lo que
continúa ocurriendo en otros Estados, incluso dentro del ámbito de la cultura
occidental. En todo caso, la tolerancia actuará las más de las veces por la
segunda vía.
5. EL IMPOSIBLE DERECHO A
SER TOLERADO
La tolerancia experimenta
hoy las consecuencias del pluriculturalismo europeo. Alguno podrá pensar que me
refiero a la creciente presencia de inmigrantes procedentes de exóticas
culturas y fieles a ancestrales religiones, nada vecinas unas y otras a la
modernidad; esta vez no. Me refiero a la escisión cultural que la vieja Europa
exhibe en su seno, más de una vez inconscientemente, ante la perplejidad de los
recién llegados.
El concepto clásico de
tolerancia estaba relacionado, por partida triple, con el cognotivismo ético.
Objeto de la tolerancia era necesariamente, como hemos apuntado, una afirmación
errónea o una conducta rechazable; si nada es verdad ni mentira, no tiene
sentido tolerar ni dejar de tolerar; si algo es bueno y laudable, tampoco
tendría mucho sentido tolerarlo, sino que se lo aplaudirá con entusiasmo. La tolerancia
lleva a permitir generosamente lo que en justicia habría que prohibir. El
segundo elemento cognoscible que entraba en juego era el fundamento objetivo
capaz de justificar esa excepción: la dignidad humana. Había, no obstante, un
tercero: el límite de lo intolerable; ningún teórico de la tolerancia, de Locke
a Popper, de Voltaire a Marcuse, dejó de asumirlo. Hay cosas que objetivamente
nunca podrán ser toleradas: el terrorismo, la esclavitud, los sacrificios
humanos o el canibalismo...
A algunos, sin embargo, este
planteamiento de la tolerancia les ha sabido a poco. Le parece un fruto, por
supuesto negativo, de la estrechez cristiana. Haría falta un planteamiento más
positivo y generoso. La tolerancia aparece así como la actitud del que
se muestra dispuesto a reconocer a todos cuantos derechos soliciten.
El problema, como veremos, es que la tolerancia así entendida puede acabar
muriendo de éxito.
Se da por hecho que, por
tolerante que una sociedad sea, se verá obligada a establecer una mínimas exigencias
de justicia. Una vez más la tolerancia no podrá pretender identificarse con
neutralidad alguna. Ante la necesidad de delimitar cuáles sean las exigencias
del bien común, cabe abrirse al máximo a los modelos de bien común suscritos
por las minorías; pero al final habrá que resolver. El mínimo ético en
que el derecho consiste no puede identificarse mecánicamente con la ética
mínima expresada por el mero denominador común de todas las propuestas
existentes en la sociedad.
Son esas exigencias del bien
común las que pueden servir de justo título para el reconocimiento de derechos.
Cuando alguien mezcla las estrictas exigencias de justicia, que dan a cada uno
lo suyo, con la tolerante y generosa concesión a algunos de lo que no sería
suyo, la que acaba sufriendo es la justicia misma. No es infrecuente que más de
uno exhiba como muestra de caridad lo que no sería sino cumplimiento de una
exigencia de justicia; desvirtuada probablemente por el impreciso aire de
benevolencia con que se ve envuelta. A nadie puede pues extrañar que a veces se
regateen derechos a inmigrantes, precisamente porque se plantea en un contexto
de tolerancia lo que en realidad no sería sino posible exigencia de justicia.
Ya vimos también cómo algunos acaban presumiendo de tolerancia religiosa cuando
en realidad con ello no están respetando el contenido de un derecho
fundamental.
Por otra parte, si todo
derecho reposa sobre un justo título, difícilmente cabrá exhibir un derecho a
ser tolerado. El reconocimiento de derechos no es tarea propia de la tolerancia
sino de la justicia, que es la que exige –llegando a recurrir a la coacción, si
necesario fuera– dar a cada uno lo suyo. La tolerancia, por el contrario, es
fruto de la generosidad; en la medida en que anima a dar al otro más de lo que
en justicia podría exigir. Empeñarse en exigir lo que sólo apelando a la
generosidad cabría lograr es pura contradicción. La tolerancia, como vimos, no
tiene nada que ver con bien alguno, sino con asertos erróneos o conductas
rechazables. Una conducta tolerada lleva implícito el reconocimiento de lo
rechazable de su contenido, sólo excepcionalmente permitido por motivos de
índole ética superior. Cuando esto se olvida se está abriendo la espita para
que una ética mínima acabe suplantando al mínimo ético que da sentido al
derecho.
Ya vimos cómo determinadas
conductas pueden verse, en aras de la tolerancia, eximidas de sanción penal.
Ello no implica, sin embargo, que hayan de convertirse necesariamente en
derechos, ya que también hemos tenido occasion de constatar cómo no tenemos
derecho a todo lo no prohibido. Cuando la tolerancia sabe a poco, si no va
acompañada de reconocimiento de derechos, acaba inevitablemente generando
colaterales consecuencias represivas. Si somos tolerantes a la hora de abordar
códigos morales de conducta, entenderemos que –por moralmente rechazable que
puedan parecer– cabría despenalizar determinadas. Lo que no resultará nada
tolerante es que, convertidas luego en derechos, pasara a considerarse
antijurídica la mera libre expresión del código moral propio, hasta el punto de
atribuirle sanción penal. Si la conversión de la tolerancia generosa en
conducta jurídicamente exigible es ya un disparate, se queda en nada si se la
compara con la criminalización como fobia –de la mano de lo políticamente
correcto– de meras manifestaciones de libertad de expresión. El principio de mínima
intervención penal se ha venido considerando inseparable de todo Estado
respetuoso con las libertades, que debe recurrir siempre a cualquier otro
instrumento jurídico antes de ejercer una coacción de tal intensidad. El
acrítico celo alimentado por lo políticamente correcto acaba justificando
inconfesadamente un novedoso principio: el de intervención penal, como
mínimo. El que vulnere sus implícitos dogmas irá a la cárcel, acusado de la
«fobia» que corresponda; luego, si le quedan ánimos, podrá continuar el debate.
Lo más meritorio del asunto
es que todo ello se lleve implacablemente a cabo en un contexto de dictadura
del relativismo. Se pasa insensiblemente de la salmodia de que no cabe imponer
convicciones a los demás, al veto formal a que alguien se atreva a expresar con
libertad su propio código moral. Como vimos, BENTHAM, poco sospechoso de
iusnaturalista, patentó la actitud del buen ciudadano ante la ley positiva:
«obedecer puntualmente y censurar libremente ». BOBBIO rechazó también con
energía lo que tildó de «positivismo ideológico »: la peregrina idea de que una
ley, por el solo hecho de ser legítimamente puesta, genere una obligación moral
de obediencia. Lo políticamente correcto, por el contrario, nos lleva al lejano
oeste: prohibido prohibir, porque aquí nada puede considerarse verdad ni
mentira; pero yo no lo haría, forastero... Una vez más, sólo contando con un
fundamento objetivo –de captación laboriosa, sin duda– cabría superar esta
situación; se evitaría así que el mínimo ético exigido por el bien común
degenere en residual ética mínima, tras bendecirse socialmente todo vicio
individual.
Queda por resaltar un último
aspecto de la tolerancia. Para poder ejercerla, es preciso disponer de
competencias para poner freno al planteamiento erróneo o la conducta
rechazable; de lo contrario, no habrá tolerancia sino mera indiferencia. Ser
tolerante por encima de diferencias de raza, cuando a los de las ajenas sólo se
les ve en las películas, no parece difícil; se supera realmente la retórica
cuando se han convertido en vecinos de escalera o pretenden pasar a formar
parte de la propia familia. La cuestión dista de ser irrelevante. Con
frecuencia se presenta como alarde de tolerancia lo que no es sino síntoma de
absoluta indiferencia. No es de extrañar que, cuando llegue la hora de
experimentar imprevistas consecuencias, se ponga el grito en el cielo. En pleno
debate sobre la posibilidad de replantear el matrimonio para que pueda
considerarse como tal una relación homosexual, más de uno pensó, muy tolerante:
por qué no..., allá se las apañen. Cuando poco después se anuncia que se
difundirán entre escolares infantiles folletos ilustrativos al respecto, optan
por poner el grito en el cielo, porque han salido de su indiferencia. La figura
delictiva de la apología del delito es bien conocida; que la apología de un
presunto derecho reciba similar trato sería toda una novedad. Ni las
discrepancias marginadas con indiferencia ni las situaciones soportadas
resignadamente tienen demasiado que ver con la tolerancia.
Si nos preguntamos a quiénes
cabe reconocer o no como competentes, habrá que remitirse de nuevo a criterios
de justicia. Serán dichos criterios, al determinar a qué se debe reconocer
interés general o público, los que delimiten derechos y competencias. Así se
podrá deslindar la difícil frontera entre el debido respeto a la conciencia de
cada cual y lo que entrañaría, por el contrario, una privatización de
responsabilidades públicas con previsible perjuicio de alguna débil o poco
influyente minoría.
6. ENTRE OBJECIÓN DE
CONCIENCIA Y DESOBEDIENCIA CIVIL
Claro ejemplo de la compleja
frontera entre tolerancia y derechos brindan los avatares de la objeción de
conciencia. Dado que, se quiera o no, el derecho ha de imponer convicciones
en la vida social, constituye una muestra elemental de flexibilidad plantearse
la posibilidad de admitir excepciones en determinados casos, en la medida en
que la garantía del bien común no sufra grave quebranto. Planteada así la
cuestión, habría que preguntarse si nos encontramos dentro del generoso ámbito
de la tolerancia o propiamente en el de la justicia; hablar, de entrada, de la
existencia de un derecho a objetar parecería problemático.
Volvemos de nuevo a los
espejismos propios de la perspectiva normativista. Se visualizaba como
conflicto entre derechos lo que no era sino ponderación delimitadora de sus
perfiles y no amputación de parte de su contenido previo. Ahora parece
sugerirse que, conciencia mediante, todos tendríamos derecho a desobedecer
aquellas normas que repugnaran a nuestro personal código moral. La situación
resulta paradójica, ya que se parte de la base de que la objeción se respeta en
la medida en que el sistema lo soporta; si la reconociéramos de modo
incondicionado, estaríamos ya en plena desobediencia civil. Atribuir a
ésta honores de derecho nos instalaría de lleno en el surrealismo jurídico.
Ante este panorama, las
peripecias de la institución en el ámbito español pueden resultar menos
sorprendentes. En el debate constituyente llegó a plantearse la posibilidad de
incluir la objeción de conciencia como añadido epígrafe cuarto al artículo 16,
sobre libertad ideológica y religiosa. El debate había llegado ya al Senado*, donde
apenas restablecido trabajosamente el consenso no andaba el ambiente para
muchas enmiendas. Años más tarde, en el
proyecto de tratado para una Constitución europea –dentro del título II sobre
Libertades, artículo II-70 sobre «Libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión», epígrafe 2– «se reconoce el derecho a la objeción de conciencia de
acuerdo con las leyes nacionales que regulen su ejercicio»; que es la fórmula
europea por excelencia cuando no se sabe como salir de un atolladero. Parece
claro pues que nos encontramos ante un derecho; ¿cómo hacerlo compatible con su
imposible generalización indiscriminada? La afirmación de que «no hay derechos
ilimitados» resultaría pertinente y nos situaría de lleno en el campo de la
justicia; al dar por hecho que cabrá tener por existente un derecho a objetar
sólo como fruto de una ponderación entre el derecho a la libertad de conciencia
y los derechos o bienes jurídicos que la norma objetada aspira a garantizar.
Tal ponderación puede llevarla a cabo el propio legislador y, en su defecto, el
juez en directa aplicación de las exigencias constitucionales. Anecdóticamente
–dada su posterior coyunturalidad– llega a realizarla la propia Constitución
española, al aludir a ella en su artículo 30, a propósito del «derecho y el
deber de defender a España». Establece en efecto que se «regulará, con las
debidas garantías» una «objeción de conciencia» incluida de modo particularista
entre «las demás causas de exención del servicio militar», teniendo como
posible contrapartida «una prestación social sustitutoria». Más que como
derecho, aparece pues caracterizada como exención de un deber y en términos
nada gratuitos. El artículo 53.2 CE extenderá el recurso de amparo a ésta
«objeción de conciencia reconocida en el artículo 30», pese a hallarse éste
fuera de la Sección que agrupa a los considerados derechos fundamentales. El Tribunal
Constitucional* tuvo pronto ocasión –con motivo del recurso de un objetor
al servicio militar, que no se vio reconocido como tal por no haber aducido
motivos religiosos– de dejar sentado que «la objeción de conciencia es un
derecho reconocido explícita e implícitamente en la ordenación constitucional
española»; la interpositio legislatoris prevista en el artículo 30.2
sería precisa «no para reconocer» el derecho sino sólo para «regular» su
«aplicabilidad y eficacia». Estaríamos en tal caso ante una ponderación por vía
legislativa.
Tres años más tarde –al
presentarse un, entonces existente, recurso previo de constitucionalidad contra
la ley despenalizadora del aborto en determinados supuestos, que consideraba
vulnerado el texto constitucional por no contemplar su texto, entre otros
aspectos, la posible objeción de conciencia por parte del personal sanitario–
el Tribunal insistirá en que «la objeción de conciencia forma parte del
contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa
reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución y, como ha indicado este
Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable,
especialmente en materia de derechos fundamentales». Se reconoce pues su obligada
ponderación por parte del juez cuando no lo haya hecho el propio legislador. Menos terminante se mostrará el mismo Tribunal casi un
decenio después, ante el intento de un insumiso de extender su objeción de
conciencia no ya al servicio militar sino también a la prestación social
sustitutoria. Señalará ahora que «el derecho a la libertad ideológica
reconocido en el artículo 16 CE no resulta suficiente para eximir a los
ciudadanos por motivos de conciencia del cumplimiento de deberes legalmente
establecidos». Se rechazaría pues la posibilidad de una objeción entendida como
derecho ilimitado. Sin embargo, la argumentación a la que se recurre es diversa
y no particularmente afortunada por excesivamente restrictiva, ya que tampoco
tendría sentido asumir límites ilimitados: la exención del servicio militar
derivaría más bien «de que la Constitución en su artículo 30.2 expresamente ha
reconocido el derecho a la objeción de conciencia, referido únicamente al
servicio militar y cuyo ejercicio supone el nacimiento del deber de cumplir la
prestación social sustitutoria». Con motivo del recurso formulado por el
entonces Defensor del Pueblo, el profesor Joaquín RUIZ-JIMÉNEZ, contra la
regulación legal de la objeción al servicio militar, el Tribunal negará que de
sus sentencias previas se infiera «que el derecho cuestionado tuviera rango
fundamental»; ya que se habrían limitado más bien a «declarar la naturaleza
constitucional del derecho, frente a quienes lo consideraban de carácter
meramente legal». Al posible derecho a la objeción, su «relación con el
artículo 16 (libertad ideológica) no autoriza ni permite calificarlo de
fundamental»; es más, a la objeción, más que como derecho, habría que reconocerla
con la «naturaleza excepcional» de exención «a un deber constitucional». El
reconocimiento de la objeción como derecho sigue produciendo, como puede verse,
cierto dolor de cabeza.
La
necesidad de una ponderación delimitadora del derecho a objetar se pone de
relieve al resultar inviable su ejercicio en aquellos casos en los que la
Constitución atribuye de modo intransferible determinadas responsabilidades.
Ello explica que un monarca europeo no tuviera otra vía para evitar firmar una
ley despenalizadora del aborto que la abdicación, convertida luego en
episódica; o que un Presidente de la República, español por más señas, no
tuviera otra salida que la dimisión para no avalar con su firma una condena a
muerte. De modo un tanto simplista se ha considerado también indiscutible que
los jueces no podrían ejercer la objeción, a la hora de aplicar las normas,
dando por hecho precipitadamente que no cabría ponderación que lo hiciera
posible. La existencia de mecanismos como la abstención o recusación, que
acaban en buena parte afectando a similares derechos, invitan a reflexionar
sobre ese asunto de modo menos precipitado y más sereno.
Problema distinto a todos
los anteriores es el que se plantea con la ya aludida desobediencia civil, que
tendría más que ver con un no menos problemático derecho de resistencia.
No parece muy razonable sostener, en terminus jurídicos, la existencia de un
derecho a enfrentarse al derecho. Asunto diverso es que un ciudadano pueda –y
deba– considerarse obligado moralmente a eludir el cumplimiento de una norma
por repugnar a su conciencia. En tal caso, es lógico que aspire a verse eximido
por la vía de la objeción. Podría, al hacerlo, estar ejerciendo un derecho, en
la medida en que quepa entender realizada (por vía legal o judicial) una adecuada
ponderación que considerara que el bien común no sufriría de modo relevante por
ello. En caso de que no se le reconociera tal posibilidad, sería lógico que
mantuviera su negativa traduciéndola en una efectiva desobediencia civil. Es
más, cuando la gravedad del problema lo requiriera, la discrepancia moral
respecto a la norma jurídica en vigor podría llevar a renunciar de salida a una
mera exención subjetiva por la vía de la objeción, para cuestionar de modo
directo la validez objetiva de la norma, evitando así que su particularizada
excepción acabara contribuyendo a confirmar la regla.
De lo dicho es fácil derivar
que la llamada desobediencia civil se enfrenta a la norma, para apelar a las
convicciones de la sociedad y provocar una reacción que lleve a modificarla por
las vías establecidas. La aceptación de la sanción jurídica correspondiente
convierte al desobediente en mártir civil, dentro de un contexto de resistencia
pacífica capaz de recabarle los apoyos sociales necesarios. De la eficacia de
esta actitud da prueba la experiencia de la negativa de los llamados insumisos
a cumplir la prestación social sustitutoria.
Del generalizado
desconocimiento de los mecanismos de la desobediencia civil dio, por su parte,
prueba el magistrado «progresista» que –en un alarde de confusión de tolerancia
y justicia– decidió no penar a uno de ellos, frustrando así su anhelada condena
testimonial.
7. TOLERANCIA
INTERNACIONAL
Deslindado ya el efectivo
campo de juego de la tolerancia, resultará más fácil entender su posible
extensión al ámbito internacional. La motivarían no tanto razones de altruista
generosidad como la realista aceptación del laborioso caminar aún pendiente
hasta la consumación de un efectivo cosmopolitismo. Los derechos humanos se
convertirían en decisivo criterio para evaluar, en términos
jurídico-internacionales, la decencia de los pueblos. Se repite así la
vieja idea que llevó hace siglos al reconocimiento y relativa imposición de un derecho
de gentes. Era fruto, por una parte, de una clara convicción de
superioridad. La racionalidad de la polis o de la república romana estaba fuera
de discusión, pero incluía a la vez la convicción de que los bárbaros
circundantes no estaban en condiciones de hacerla también realidad. Por otra
parte, en la medida en que ello no pusiera en peligro las propias
instituciones, parecía más razonable establecer con ellos relaciones
comerciales que embarcarse en guerras interminables y costosas. Se recurre pues
a fijar el límite de lo intolerable, dando por hecho que existen exigencias
jurídicas al alcance del más romo caletre, por lo que habrían de verse
garantizadas. En su versión escolástica se hablará de un derecho natural de
primer grado, fruto de obvias conclusiones, menos problemáticas que la obligada
determinación de sus exigencias de segundo grado.
Nos encontramos pues ante
pueblos que se conducen de modo poco civilizado, políticamente rechazable, pero
en términos tales que –al no rebasar lo intolerable– no pondrían en peligro el
bien común internacional. Más que el reconocimiento de su dignidad colectiva, o
de su soberanía política, que llevaría a considerar tales comportamientos como
de orden interno, el motivo ético que lleva a tolerar lo rechazable es la doble
convicción de que con ello no sólo se contribuye a consolidar la estabilidad
del orden internacional, sino que a la vez se facilita que determinados
regímenes políticos vayan progresando en el laborioso avance hacia la
conversión en un Estado liberal homologable. Tenemos, por tanto, el triple
fundamento ético de la tolerancia: conducta rechazable, motivo ético para
disculparla y frontera de lo intolerable.
Este último elemento
descarta toda privatización de los derechos humanos, que los convertiría en
disponibles por las soberanías estatales. Su vulneración deja, por el
contrario, abierta la vía a una posible injerencia humanitaria, que sólo
quedaría en suspenso cuando haya razones éticas que aconsejen la tolerancia.
Para RAWLS el problema consistirá en «desarrollar principios que gobiernen las
relaciones entre las sociedades liberales y lo que llamaré sociedades
jerárquicas», de modo que puedan «coincidir en el mismo derecho de gentes*».
Como ejemplo de «sociedad jerárquica decente» plantea la que «no ha tenido
nunca el concepto de “un hombre, un voto”», por estar éste «asociado a una
tradición liberal democrática de pensamiento que es ajena a ella» y que podría
implicar «una idea individualista». Si bien en tal sociedad «jerárquica » «la
religión establecida puede tener algunos privilegios», resulta esencial que
«ninguna religión sea perseguida». En resumen, la «decencia» sería «una idea
normativa de la misma clase que la razonabilidad, si bien más débil o menos
ambiciosa»; «una idea mínima», que «al encarnarse en una sociedad, hace dignas
de tolerancia a sus instituciones».
El derecho de gentes «restringirá
la soberanía interna del Estado, es decir, su derecho a disponer de la
población dentro de sus fronteras», con lo que ya «un gobierno, en tanto
organización política de su pueblo no es, como antes, el autor de su propio
poder». Esto exige, en aras de la justicia universal, «un dramático giro en la
comprensión actual del derecho internacional», que «tiende a limitar el derecho
del Estado a la soberanía interna». Mientras que el «derecho internacional»
constituye «un orden legal existente o positivo, si bien incompleto, pues
adolece, por ejemplo, de un efectivo sistema de sanciones », «el derecho de
gentes, en cambio, es una familia de conceptos políticos con principios de
derecho, justicia y bien común». El viejo parentesco entre derecho natural y
derecho de gentes resiste pues el paso de los años. Todo ello implica un
peculiar mínimo ético basado en un no menos peculiar concepto de bien común
internacional, menos exigente que el consagrado para el ámbito estatal dentro
del modelo occidental. «Los pueblos liberales deben tratar de estimular a los
pueblos decentes y no frustrar su vitalidad con la agresiva pretensión de que
todas las sociedades sean liberales». Deben «confiar en sus propias
convicciones» y suponer que las sociedades decentes se harán liberales. Todo
consiste en «definir un segundo tipo de sociedad, decente aunque no liberal,
que sea reconocida como miembro de buena fe de una sociedad políticamente
razonable de los pueblos y en tal sentido “tolerada” ». Seguirá habiendo
también «Estados criminales» o «sociedades afectadas por condiciones
desfavorables», así como «absolutismos benévolos; respetan la mayoría de los
derechos humanos pero no están bien ordenadas, puesto que niegan a sus miembros
cualquier papel significativo en la adopción de las decisiones políticas».
Todo ello a la espera de una
comunidad internacional cosmopolita, que no exige la implantación de un
macroestado planetario capaz de suscitar notable alergia, como latente amenaza a
la libertad individual. Se confía más en un sistema articulado
interestatalmente pero no por ello menos jurídico. Una vez más la vinculación
entre derecho y Estado, a la que nos lleva una inercia fruto de la pereza
mental, acaba resultando prescindible
Contexto bibliográfico
* John RAWLS se explaya sobre El
derecho de gentes, incluido en De los derechos humanos. Las
conferencias Oxford Amnesty de 1993, Madrid, Trotta, 1998, citamos págs.
53, 87-88, 81, 54-55, 75 y 77.
* Hans KELSEN une derecho
natural y religión en la temprana edición de su Teoría pura del derecho de
1934; citamos por la traducción de Buenos Aires, Eudeba, 1963 (3ª), pág. 103.
En Forma de Estado y Filosofía, incluido en Esencia y valor de la
democracia Barcelona, Labor, 1934, págs. 152 y 157, unirá ciencia y
democracia; la incompatibilidad de ésta con el bien objetivo en El
absolutismo y el relativismo en la filosofía y en la política, «La Ley»
(Buenos Aires), 1949 (55), pág. 783.
* A John RAWLS los
magisterios confesionales le parecen lo más normal del mundo: El liberalismo
político, Barcelona, Crítica, 1996, págs. 256-257. En cuanto a su
escepticismo sobre la posible neutralidad del poder, págs. 226-227; en este
caso los subrayados son míos.
* Las enmiendas sobre objeción de
conciencia presentadas en el Senado en el debate constituyente fueron la
nº 17 (del Grupo de Progresistas y Socialistas Independientes) y la 452 del
senador Xirinacs –Constitución Española. Trabajos parlamentarios,
Madrid, Cortes Generales, 1980, t. III, págs. [2676-2677 y 2854].
* El Tribunal Constitucional se
pronuncia sucesivamente sobre la objeción de conciencia en la STC 15/1982, de
23 de abril, F. 6; en la STC 53/ 1985, de 11 de abril, F. 14, en la STC
321/1994, de 28 de noviembre, F. 4; así como en la STC 160/1987, de 27 de
octubre, F. 2 y 3, entre otras...
* De interés sobre el concepto
constitucional de veracidad la STC 171/ 1990, de 12 de noviembre, F. 9 y
8; el subrayado en la cita es mío. 208 ELDETEA030 The Global Law Collection
27-09-07 08:53:57
Posible lectura adicional
recomendada:
– Tolerancia y verdad «Revista
Chilena de Derecho» (Universidad Católica, Santiago) 1997 (24-1), págs. 97-123
(incluido en Derecho a la verdad. Valores para una sociedad pluralista.
Pamplona, Eunsa, 2005 págs. 71-112) (disponible en www.andresollero.es –>
Publicaciones. Artículos)
(*) Le professeur Ollero dirige la revue internationale de
philosophie du droit Persona y Derecho.
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© THÈMES III/2008