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DEONTOLOGIA JURIDICA
por Andrés Ollero Tassara
Catedrático
de Filosofía del Derecho
Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)
¿Qué pueden tener en común deontología jurídica
y derechos humanos? Pocas dudas ofrece
que entre las exigencias de la primera -sea cual sea la profesión que como
jurista se ejerza- se incluirá siempre el más escrupuloso respeto de los
segundos; pero semejante obviedad no justificaría suficientemente el
emparejamiento. Podría acudirse a otro paralelismo superficial: si se pregunta
hoy por el interés que la deontología jurídica merece -e, incluso, si sería tal
como para remediar su escasa o nula presencia como disciplina autónoma en todo
Plan de Estudios de la Licenciatura - la respuesta afirmativa podría resultar
tan unánime como si se formular similar interrogante en relación a los derechos
humanos. Es cierto que -aun partiendo de tan previsible unanimidad- a la hora
de establecer de modo concreto qué exigencias deontológicas serían de obligado
cumplimiento, los resultados -basta hojear las páginas que siguen...- acabarían
siendo de lo más variado. Tampoco faltan, sin embargo, similitudes sobre el
particular en lo que a los derechos humanos respecta; sin perjuicio de que
-afortunadamente- su actual nivel de positivación en buen número de
ordenamientos jurídicos mejore en este caso notablemente la situación. De esa
realidad da también indirectamente fe la presencia más consolidada y creciente
de su estudio en los "curricula" de la carrera de Derecho.
En todo
caso, donde -a mi juicio- se hace más estrecha la conexión entre deontología
jurídica y derechos humanos es en su acrobática ubicación, que bordea la
afilada rasante entre moral y derecho; problema filosófico-jurídico donde los
haya. La deontología jurídica ¿encierra un conjunto de exigencia morales que
desbordarían los imperativos jurídicos? ¿Son realmente "jurídicos"
los derechos humanos, aun antes de que una ley positiva asuma sus exigencias?
¿Por qué llamaríamos, pues, deontología jurídica a lo que más bien habría que
catalogar como deontología "metajurídica"? ¿Son concebibles, pues,
derechos no propiamente jurídicos -"morales" quizá...- a fuer de
pre-legales? En resumen -pregunta filosófico-jurídica por excelencia-, ¿nos
disponemos a abordar auténticos problemas jurídicos o sólo a difundir una
relajante música celestial?
Términos
no poco enredosos se nos irán acumulando. La reiterada alusión a la ética, por
ejemplo, no debe llevarnos a enmascarar el diverso objetivo y alcance -si no,
incluso, fundamento- de instancias que, exhibiendo similar raigambre ética,
proponen exigencias tan distintas como las morales y las jurídicas. En
concreto: cuando hablamos de deontología jurídica ¿pretendemos establecer
imperiosamente un modelo de jurista o nos limitamos a exhortar a muy diversos
profesionales a que se conviertan altruistamente en juristas modelo?
La
cuestión no es baladí. En el primer caso -desde una óptica más jurídica que
moral- estaríamos fijando unos límites éticos por debajo de los cuales
cualquier jurista se encontraría profesionalmente bajo mínimos. En el segundo
proyectaríamos en el lejano horizonte la máxima perfección moral alcanzable en
el ejercicio de una profesión jurídica. Más allá de uno y otro rubicón, al
jurista sólo le quedaría verse sometido respectivamente a expediente
sancionador o a proceso de canonización; no parece ser lo mismo...
De
la ética -o, para más de uno, de "lo moral" en su sentido más
amplio...- solemos hablar como de la fuente última de nuestras obligaciones. Se
admite, sin duda, que hay deberes y deberes; no todos de similar alcance. Pero
los jurídicos tienden, desde esta óptica, a plantearse como una mera variante
específica de deberes –objeto de esa "Etica Especial" presente en más
de un tratado clásico...-, lo que los incluiría dentro de un más amplio corpus
normativo regido por principios homogéneos. Ese radical fundamento común
convertiría en accidental el peculiar impacto sancionador de lo jurídico. Por
deontología jurídica habríamos de entender -desde esta perspectiva amplia- la
suma de todas las exigencias éticas planteables a un jurista con ocasión del
ejercicio de su profesión; algo así como un mapa de todos sus imaginables
problemas de conciencia.
La
perspectiva jurídica se decanta por el contrario con más nitidez si, más que de
ética, hablamos derechamente de moral. Por más que el avasallador léxico
anglosajón nos vaya complicando la vida, el jurista cuando oye hablar de moral
piensa inevitablemente en algo que no es (al menos, "aún"...)
propiamente jurídico. Sería, como mucho, pre-jurídico; cuando, precisamente por
no ser derecho, se nos propone que debería serlo. No se trataría "lege lata"- de derecho
propiamente dicho sino -"lege ferenda"- de mera propuesta de tal. Si
la enmarcáramos así, una deontología jurídica en sentido estricto, debería
concebirse -más acá de la moral- como un nuevo capítulo del "Derecho
Administrativo, Parte Especial", preocupado de analizar y sistematizar los
códigos éticos en vigor en las diversas profesiones jurídicas. No estaríamos
ya, sin duda, hablando de lo mismo...
¿De
qué obligaciones habríamos de tratar, pues, a la hora de proponer una
deontología para juristas? Mi propuesta sería que hablásemos de las unas y de
las otras, pero sin olvidarnos de recordar sus oportunas diferencias. La
Constitución (artículo 117,1 in fine) nos marca, por ejemplo, con nitidez
nuestro modelo de jueces profesionales: "sometidos únicamente al imperio
de la ley". ¿Se verá, por ello, un juez modelo obligado a olvidar sus más
profundas convicciones morales a la hora de ejercer su profesión? Hablar de una
deontología profesional que obligara a contravenir las propias convicciones
suena contradictorio. Plantear una deontología jurídica que pudiera empujar al
juez a la insumisión frente a la ley nos introduciría en un ámbito pintoresco.
Habremos, pues, de admitir que toda deontología profesional -como toda ética-
incluye no sólo exigencias jurídicas sino también otras morales, capaces
incluso de incitar al abandono de la propia profesión. Nadie sugeriría, por
ejemplo, que la deontología profesional postule un modelo de Rey dispuesto, si
fuera el caso, a negarse a rubricar una ley; sin perjuicio de que nadie regatee
el título de Rey modelo al dispuesto a abdicar -siquiera por un día- antes que
asumir un acto que repugne a sus más decisivas convicciones morales.
La
relación entre derecho y moral, tan rica en matices, nos irá obligando a
explorar nuevos vericuetos en este intento de delimitar de qué hablamos cuando
de deontología profesional se trata.
Situados
en la acepción más amplia de la deontología, queda fuera de duda que cualquier
trabajo profesional no es sino un aspecto más de una biografía personal, que es
lógico se vea presidida por principios morales unitarios y coherentes. Ni la
doble verdad ni la doble moral pueden aspirar a convertirse en modelo de uso de
razón o de ejercicio de la libre voluntad. Convertir el abandono de los propios
principios en postulado profesional primario puede prometer una ilimitada
eficacia, pero halla difícil acomodo en el contorno ético propia de cualquier
deontología.
Habrá,
pues, que descartar el refugio en una dimensión presuntamente neutra o técnica,
que permitiera entender la invocación a lo profesional como aviso de que toda
convicción moral queda de antemano aparcada. Lo lógico será, por el contrario,
que para cualquier persona consciente de su dignidad el desempeño de su trabajo
plantee problemas de conciencia, con no menos intensidad que se los pueda
suscitar el desempeño de sus responsabilidades familiares o el destino de su
tiempo libre.
La
deontología jurídica, dentro de este más amplio contexto, podría someter a sus
destinatarios a situaciones de riesgo con más frecuencia que las de otras
profesiones. El problema de la "ley injusta" es -con Antígona
oficiando de portavoz- uno de los más viejos tópicos morales de la historia. Si
todo ciudadano -Antígona no era, que se sepa, jurista ni actuaba en condición
de tal...- ha de reflexionar sobre cuándo el rechazable contenido de una ley
invita en conciencia a negarle acatamiento, la cuestión se convierte en
problema de particular significado para todo jurista, obligado por su profesión
a entendérselas, de un modo u otro, con la aplicación de las leyes.
La
situación no es, sin embargo, única. Ni siquiera muy distinta a la de los que
ejercen otras profesiones -sanitarias o informativas, por ejemplo-
estrechamente vinculadas a la protección y respeto de derechos humanos básicos,
como los relacionados con la vida o la intimidad personal.
El
ejercicio de una profesión no es, sin embargo, una mera peripecia personal. A
diferencia de cualquier aleatoria ocupación individual, una profesión implica
siempre un trabajo realizado para otros y -de alguna manera- con o junto a
otros. Ello no dejará de condicionar el tipo de respuesta que haya de ofrecerse
ante situaciones como las señaladas.
Cualquier
ciudadano podrá considerarse obligado por sus convicciones personales a adoptar
ante determinada ley una actitud de desobediencia civil; llevándola incluso a
la práctica en el sentido más estricto del término: de modo público y notorio,
asumiendo las consecuencias sancionatorias que tal conducta lleve consigo . Un
juez al que se prohibe en el ejercicio de su función rehusar un fallo, ni
siquiera pretextando oscuridad o insuficiencia de la ley, menos aún podrá
inaplicarla cuando es la nítida claridad de su contenido (para él éticamente
repugnante) la que alimenta su perplejidad. Su desobediencia civil le habría de
llevar más bien a renunciar a ejercer como tal; de modo drástico o provocando
la puesta en práctica de los mecanismos disciplinarios oportunos. Como en
tantos otros casos de colisión entre derecho y moral, la deontología en su
sentido más amplio llevaría en este caso al profesional a convertirse
decididamente en víctima de las sanciones derivadas de normas jurídicas que la
desconocieran.
Apelar
a una supuestamente deseable escisión entre exigencias éticas privadas y
públicas, olvidando la existencia de la persona como indivisible sujeto común,
conduciría a una falsa solución. Tomada en serio y vuelta por pasiva, tan
curiosa esquizofrenia llevaría a justificar uno de los tópicos de uso más
frecuente -y más ayunos de constatación empírica- en polémicas deontológicas habituales
en las profesiones sanitarias. El posible recurso de un profesional de la
sanidad pública a la objeción de conciencia -pieza clave de la tolerancia que
toda ética pública incluye en una sociedad abierta y plural- a la hora de
realizar determinada práctica, que no tendría luego inconveniente en llevar a
cabo lucrativamente de forma privada.
Los
problemas deontológicos no cabe, pues, resolverlos, mediante la fuga a la doble
moral, sino partiendo de una elemental cuestión: en el ejercicio profesional las
exigencias éticas suelen ser, al menos, cuestión de dos.
Si
de lo que se nos habla es de moral social acecha de nuevo el peligro del
equívoco. Las exigencias éticas pueden ser consideradas "sociales"
por el objetivo y alcance de la conducta evaluada, pero también -asunto bien
distinto...- por el sujeto del que emanan los criterios de evaluación.
Cabe,
en primer lugar, calificar de "sociales" todas las exigencias morales
que, desde la perspectiva de nuestra concepción personal del bien, se nos
dirigen respecto a las conductas que nos relacionan con los demás. Basta
repasar someramente el decálogo, para comprobar que la inmensa mayoría de sus
exigencias merecerían tal rótulo. Me consideraré personalmente obligado a comportarme
en la vida social de un modo u otro, para no traicionar mis propias
convicciones. Desde esta perspectiva particularmente amplia, cabría considerar
como exigencias de mi moral social el posible recurso, ya apuntado, a la
objeción de conciencia, relativa siempre a conductas a realizar para, junto o
con otros.
Recordando
la fórmula clásica que diversificaba las normas éticas según el objetivo que
pretendían alcanzar, cabría de modo menos expansivo reservar el rótulo
"moral social" para catalogar determinadas exigencias destinadas a
configurar un modelo de sociedad donde la búsqueda del propio concepto de bien
-considerado a la vez deseable para los otros- no tropiece con obstáculos de
entidad. No se pretende, en este caso, sólo preservar un hueco excepcional en
el que poder mantener a salvo la propia convicción, sino contribuir a conformar
positivamente y dar vigencia a un código moral adecuado al modelo de sociedad
que consideramos necesario para todos. La desobediencia civil, con su peculiar
intensidad pública, cumpliría de modo arquetípico tal función. Mientras el
objetor intenta sólo esquivar una práctica que considera éticamente repugnante,
el insumiso apunta derechamente a un replanteamiento generalizado de la
institución que la justificaba.
Aún
más nos acercará a un concepto restrictivo de la deontología profesional la
segunda acepción de "moral social" inicialmente aludida. Nos
referimos con ella a unas exigencias éticas que son "morales" en la
medida en que no son -por el momento, o no habrán de ser nunca...- jurídicas. A
la vez, no brotan sin embargo de modo exclusivo de mi peculiar concepción del
bien o de los modelos de sociedad que pueda excluir, sino que surgen de los
criterios éticos socialmente consolidados de hecho, gracias a la presencia
pública de concepciones del bien potencialmente plurales.
El
concepto de persona adquiere un peculiar significado cuando se lo contrasta,
marcando clara distancia, con el de rol social. Sin duda mi conciencia personal
no puede ser una cuando actúo yo y otra cuando ejerzo de juez, porque al
ejercer de juez soy yo mismo el que actúo; pero no es menos obvio que hay
exigencias éticas que asumiré por el mero hecho de ser yo y otras que sólo
habré de hacer propias en la medida en que asuma una función judicial.
No
menos claro resulta que habré de ser yo mismo quien marque las primeras –sin
perjuicio de que para ello haya libremente decidido hacer propios determinados
códigos morales-, mientras las segundas acabarán dependiendo de todos los que
contribuyen -de hecho o de derecho- a configurar uno u otro "rol".
Entre ellos yo mismo, como es lógico. Mi deontología profesional, en su sentido
más amplio, no dejará de impulsarme a configurar en la moral positiva de la
sociedad un modelo de mi profesión que promueva sus perfiles deseables, o al
menos no les plantee insuperables obstáculos.
La
deontología profesional, en todo caso, ha cambiado ahora de centro de gravedad.
Ya no es una "Etica especial" personal, reguladora de uno de mis
particulares ámbitos de conducta, sino que cobra una dimensión primordialmente
relacional. Con ella entrarán en juego peculiares dimensiones éticas
emparentadas con nociones como responsabilidad o confianza. Mi moral personal
puede imponerme la exigencia ética de no defraudar a los demás, y en
consecuencia rechazaré toda norma social que favorezca el fraude; pero, una vez
integrado en un contexto profesional, difícilmente podré dar contenido concreto
y coherente a todo ello si no es partiendo de cómo los demás esperan que yo me
comporte. Las expectativas sociales se convertirán así en elemento decisivo.
Adentrados
ya de lleno en el ámbito jurídico cabría, por ejemplo, plantear como mera
exigencia deontológica la obligación de todo el que solventa una controversia
de ajustar su fallo a los que precedentemente en casos similares haya emitido,
aportando en caso contrario una justificación suficiente. Se trata de extremos
que abordará por vías aparentemente más amplias el propio ordenamiento
jurídico, a través de los mecanismos procesales de unificación de doctrina, o
de la dubitativa y poco consolidada jurisprudencia constitucional sobre
igualdad en aplicación de la ley ; aunque, en este segundo caso, su forzada
restricción a las resoluciones de un mismo órgano judicial -o sección del mismo-
apenas permita establecer diferencia significativa. Como consecuencia el
derecho, lejos de dotar de particular vigor a exigencias deontológicas de
especial calado, puede acabar devaluándolas al someterlas a ponderación con
otros aspectos institucionales; como los suscitados por la siempre delicada
relación entre el ámbito de juego del Tribunal Constitucional y el tradicional
del Tribunal Supremo.
Aún
así, surgirá un núcleo de nuevas exigencias éticas que dependen más de los
otros que de uno mismo: son ellos los que nos adjudican o no una confianza, que
nuestra respuesta personal no debe traicionar. Cobran cuerpo, como
consecuencia, peculiares responsabilidades. Con frecuencia se ignora esta
realidad, de la mano de la simplista escisión entre la moral privada y una
ética pública que acabaría teniendo su único reflejo en la sanción jurídica; de
modo particular, en la jurídico-penal.
Consecuencia
de ello sería la proverbial falta de sensibilidad, entre quienes asumen
funciones o cargos públicos, respecto a exigencias deontológicas (¿las tiene su
profesión?) calificables como responsabilidad política. No hablamos ya de moral
personal, porque pueden tener por objeto conductas sobre cuya inocencia su
protagonista no abrigue la menor duda. Tampoco hablamos de derecho, porque éste
no ha entrado aún en juego o acabará declarándose incompetente al respecto. Nos
referimos a conductas que, al menos pasajeramente, empañan el ámbito de
confianza que ha de acompañar a toda relación entre el hombre público y el ciudadano
al que dice representar y servir .
No
muy distinta puede acabar siendo la situación en el ejercicio de otras
profesiones, dada su dimensión pública. El mismo derecho privado se ha visto
siempre llamado a albergar, como exigencia ética de indeclinable proyección
jurídica, esa relación de mutua confianza plasmada en el rico e indeterminado
concepto de la buena fe.
La
situación fronteriza de la deontología profesional, entre moral y derecho,
queda así particularmente de relieve. Con independencia de exigencias neta y
directamente derivadas de nuestra concepción personal del bien, e incluso a
falta de normas jurídicas que las recojan, nos consideraremos éticamente
obligados a comportarnos como "se espera" que lo haga un profesional
merecedor de la confianza de esos conciudadanos para los que se trabaja.
Habremos igualmente de asumir unas pautas de comportamiento respetuosas con los
derechos de las personas junto a o con las que se ejerce dicha labor.
Entra
así en juego otro concepto no menos decididamente "social" que el de
expectativa: el de apariencia. En más de un caso -como ya hemos visto en la
esfera política- no bastará con que la conducta que realizamos sea éticamente
intachable; será preciso además -puesto que nos hallamos de lleno en el ámbito
de lo público- que no parezca lo contrario, ya que ello lesionaría esa
confianza en nosotros depositada con eficacia no menor que si el fraude hubiera
sido real. Antígona cede ahora el paso a la mujer del César. Por más que el
concepto de lo "políticamente correcto" sea propenso a generar
alergias (respecto a las que no me reconozco inmune), la deontología nos
planteará exigencias éticas –vinculadas con lo "profesionalmente
correcto" o con una "buena praxis"- decisivas para mantener la
mutua confianza que el ejercicio de una profesión implícitamente exige.
Ejemplo
arquetípico de lo dicho, en el ámbito de la deontología jurídica, sería el
debate sobre la admisibilidad de la afiliación política o sindical de jueces y
fiscales. Plantear el problema en términos de moral personal no tendría ningún
sentido, ya que la adhesión de cualquiera de estos funcionarios a una u otra
ideología se ve obviamente protegida por la propia Constitución, que para
defender su "libertad ideológica" garantiza incluso que nadie
-tampoco un juez...- podrá "ser obligado a declarar sobre su ideología,
religión o creencias" (artículo 16.1 y 2).
La
dimensión social de la cuestión no se contenta, sin embargo, con la existencia
de una independencia "subjetiva" del juez, que nos remitiría en última
instancia al fuero de su conciencia , sino que exige una independencia -por
aparente-"objetiva". Esta se vería empañada por la vinculación
pública a opciones representativas de intereses parciales, por legítimos que
ellos pudieran ser . Tal independencia objetiva no se la considera entre
nosotros -Tribunal Europeo de Derecho Humanos incluido- como mera exigencia
deontológica, sino que se plasma en normas jurídicas e incluso constitucionales
(artículo 127.1 CE).
No
menos polémicas -aunque faltas por el momento en nuestro caso de una solución
tan neta- serían las exigencias deontológicas aplicables a la relación con los
medios de comunicación, como las suscitadas por la proliferación de los
llamados jueces o fiscales estrella o la configuración periodística de procesos
paralelos. Tanto la apariencia de que el juez asume una dependencia -metalegal-
de criterios o intereses dominantes en los medios, como la invalidación de las
garantías personales vinculadas a restricciones informativas sobre el proceso,
plantean exigencias deontológicas, que -dada la protección preferente de las
libertades de expresión e información en nuestro ordenamiento- no han llegado a
encontrar asiento jurídico suficiente.
Esta
significativa presencia de los otros, a la hora de delimitar las exigencias
deontológicas que gravan a los profesionales que les prestan servicios, podría
oscurecer un aspecto nada irrelevante de nuestro problema: el del fundamento
capaz de atribuir auténtica dimensión ética a estas obligaciones.
Es bien conocida la "falacia naturalista" en que fácilmente se acaba
incurriendo cuando de manera casi inconsciente se eleva a categoría ética lo
que, sin más, "se hace" en la vida social; como si sólo por ello
"debiera hacerse". Baste recordar versiones simplistas de esa
realidad social a la que la norma se aplica, utilizada como obligado criterio
de interpretación jurídica; o alusiones a encuestas que -pese a limitarse a
reflejar el comportamiento fáctico de los ciudadanos- parecen dar por hecho que
la valoración ética que cualitativamente merece tal conducta es idéntica a su
reiteración cuantitativa.
Tal
peligro aumentaría, tras habernos remitido a las expectativas de los
ciudadanos. No faltará alguna sociedad en que todo ciudadano medianamente
informado dé por hecho que nadie declarará a efectos fiscales sus ingresos más
allá de lo que considere públicamente controlado; derivar de ahí una exigencia
deontológica que obligara a los asesores fiscales a optimizar tal fraude no
parecería muy razonable.
Las
expectativas han de entenderse, pues, más como síntoma o referencia que como
fundamento último de las exigencias deontológicas. Se da por hecho que lo que
el ciudadano puede esperar ha de moverse dentro de un implícito marco ético,
vinculado al respeto de los derechos de los demás y a la salvaguarda del
"interés público". Nos vemos así conducidos a otro aspecto clave de
la siempre problemática relación entre derecho y moral.
Si
no basta que una conducta se vea masivamente repetida para que podamos
considerarla como expresión de la moral positiva de una sociedad, ¿qué elemento
justificaría el adecuado paso de la mera realidad fáctica a la exigencia ética?
Las clásicas teorías de la costumbre como posible fuente del derecho apuntaban
-con no poca circularidad- a cierta "opinio iuris" como factor
decisivo de dicha transubstanciación: un mero uso social se convertiría en
norma jurídica sólo cuando se detectara también que de hecho era realmente
considerada como tal...
Para
que de la conducta social predominante pasemos a una moral positiva, en sentido
estricto, habría de entrar también en juego una "opinio" -o sea, toda
una concepción práctica de lo justo- que nos impide soslayar el eterno problema
del fundamento de nuestras obligaciones éticas y jurídicas. De la mano de esta
constatación nos veríamos conducidos a los más clásicos aspectos de la relación
entre moral y derecho. ¿Existe un fundamento "natural" capaz de
justificar determinadas exigencias deontológicas, lleguen éstas o no a cobrar
rango jurídico? ¿Son todas ellas, por el contrario, fruto de códigos
convencionales, escritos o no?
Si
nos remitimos al ámbito de las profesiones sanitarias -en las que la doctrina y
la práctica del control deontológico ha avanzado ya de modo más intenso- queda
fuera de toda duda que la elaboración de códigos éticos, o la formulación de
protocolos indicativos de una buena praxis, no pretende tanto levantar acta de
lo que masivamente se viene haciendo como establecer -ante una posible
dispersión o multiplicidad de actitudes- lo que razonablemente deberá hacerse.
Es obvio que, tras ello, late una determinada opción ética; sin perjuicio de
que sus perfiles y su estabilidad acaben en la práctica viéndose también
notablemente condicionados por las conductas fácticas.
Problema
central en la relación entre moral y derecho ha venido siendo también la
discutida fijación de la frontera entre una y otro. Pretender resolver tan
ardua cuestión por la vía de remitir la moral a lo privado y lo jurídico a lo
público rebosa candor, ya que lo único que se hace con ello es trasladar el
problema: cómo resolver cuándo una conducta debe ser objeto de control ético
público y cuándo puede privatizarse, de modo que cada cual se comporte al
respecto como en conciencia considere más adecuado .
Esta
imaginativa solución -incluso una vez despejada tan peliaguda incógnita-
acabaría diluyendo de paso toda deontología jurídica, que pasaría a ser: o mera
exigencia moral personal, no susceptible de otro control que el de la propia
conciencia, o plena exigencia jurídica, con un paradójico efecto reduplicativo.
En realidad, quedaría una vez más de manifiesto que sólo tras emitir un
comprometido juicio moral cabría establecer esa pacífica frontera entre una
exigencia moral privada, llena de connotaciones axiológicas, y una exigencia
jurídica, rebosante de aires presuntamente neutros y procedimentales.
Añádase
a ello un nuevo aspecto, en el que está en juego el objetivo mismo de toda
deontología profesional: la necesidad de hacer efectivas en el ejercicio social
de una profesión determinadas exigencias éticas que desbordan -por su
incidencia y por su posibilidad de verse sometidas a control- el ámbito de la
mera moral personal, sin llegar a requerir necesariamente una plena
positivación jurídica. La vieja idea positivista que trazaba una impermeable
frontera entre derecho y moral aparece así como particularmente responsable de
la escasa presencia actual (para bien o para mal; cada cual juzgará...) de la
deontología jurídica. Por paradójico que resulte, el secreto de la existencia
de ésta radica en que no es ni privada ni pública sino todo lo contrario; o más
bien sería, por "social", ambas cosas a la vez.
Partiendo
de la perspectiva moral que caracterizaba a la deontología en su sentido más
amplio, el problema consistiría en la necesidad de establecer (de la mano de
una concepción práctica de lo justo) una doble frontera sucesiva, hasta
deslindar tres campos: el de las exigencias éticas maximalistas destinadas a
dar paso a una persona modelo, perfeccionada en el ejercicio de su profesión;
el de las exigencias éticas capaces de preservar la confianza de los
ciudadanos, mediante el respeto de sus justas expectativas sobre el
desenvolvimiento de un razonable modelo profesional; el de las exigencias
éticas que, por hallarse más directamente vinculadas a valores y derechos
constitucionales, se verían llamadas a gozar de la protección de las normas
jurídicas, o incluso de sanción penal.
La
mentada apelación a la "opinio iuris" nos ayudaría ahora a entender
en qué medida buena parte de las exigencias deontológicas más elementales
cobran un inevitable aire pre-jurídico; no serían aún derechos, por no haber
cobrado positivación jurídica, pero podrían recibirla en cualquier momento y convertirse
en tales; sobre todo, si la imperiosa necesidad de su entrada en juego lo
hiciera indispensable.
No
ha dejado de apuntarse algún paralelismo entre la provocativa categoría de los
llamados derechos morales, que desafía la muralla positivista derecho-moral, y
unos deberes morales, que cobrarían protagonismo específico en el ámbito
deontológico. Por paradójico que resulte, los mentados derechos morales no son
menos sino más jurídicos que los otros, precisamente por merecer ser tildados
de "morales". Con ello se nos indica que no responden a políticas
coyunturales apoyadas en razones de oportunidad o eficacia, sino que emanan de
principios éticos de tan particular tonelaje como para merecer una garantía
reduplicativa y reforzada.
Los
deberes morales, propios de la deontología profesional, parecen aspirar también
a encontrar una doble instancia protectora, pero justificada más bien por un
doble propósito prudencial: contar con un ámbito de decantación experimental de
lo exigible, por una parte, y favorecer en lo posible una saludable mínima
intervención jurídica, por otra.
Es
bien conocido el relevante papel que en todo esta tarea se concede a los
Colegios profesionales; figura que -anécdotas, con nombre y apellidos, al
margen...- goza de reconocimiento específico en nuestra Constitución (artículo
36). A la hora de justificar algunas de las consecuencias de tan elevado
refrendo -colegiación obligatoria, entre otras...- el control deontológico
tiende a aparecer, no sin algunos ribetes de voluntarismo, como argumento
decisivo.
Parece
claro que el papel de los Colegios nos es llevar al cielo de cabeza a todos sus
forzados miembros. Sin perjuicio de las rituales invocaciones a los patronos/as
de turno, más que disponerse a forjar un inmejorable profesional modelo,
pretenden promocionar un modelo de profesional que respete mínimamente las
expectativas depositadas por los ciudadanos en quienes desempeñan tal -siempre
relevante- profesión. Lógicamente, conscientes de la inevitable escasez del
profesional modelo, no dejarán de esgrimir cuando convenga sanciones
disciplinarias para hacer factible tan laudable empeño.
Este
intento de diseñar los adecuados perfiles de una buena práctica profesional
deja traslucir la convicción de que no nos hallamos ante una cuestión meramente
técnica, como si del mero visado de un proyecto se tratara. Nos acercamos, más
bien, a una praxis rebosante de implícitas exigencias éticas. Entra así en
juego aquella dimensión experimental que acompaña a este peculiar escalón entre
lo moral y lo jurídico. Con frecuencia las exigencias emergerán al filo de
problemas novedosos, cuya consideración deontológica presupone un cercano
conocimiento de la materia éticamente evaluada. Los códigos éticos
profesionales habrán de ir, más de una vez, por delante de la ley. No viene
mal, contar con este primario control de apariencia pre-jurídica, para evitar
más de un destrozo por parte de un ordenamiento jurídico habitualmente poco
propicio a la sutilidad.
Bastaría,
para comprender que el legislador deje abierto un cierto ámbito de
autorregulación, recordar la actitud de nuestro Tribunal Constitucional ante
los problemas suscitados hoy por la biotecnología. Tras tomarse generosos años
para reflexionar sobre la cuestión acaba sugiriendo, mirando de soslayo al
propio legislador, que no se recarguen más aún sus ya prolijas tareas
convirtiéndole en juez de novedosas "quaestiones disputatae" . Se nos
sugiere quizá que, sin perjuicio de que la Constitución siga siendo considerada
nuestra norma jurídica primera, parecería más prudente que la sentencia de su
Tribunal por excelencia fuese por el contrario la última, y nunca demasiado
apresurada.
Los
códigos éticos se convertirán en campo experimental de la delicada operación a
la que ya hemos hecho referencia: determinar qué exigencias éticas han de
considerarse de obligado cumplimiento en la profesión. El previsible pluralismo
de las convicciones morales de los colegiados no justifica, ni hace viable,
ninguna fuga al relativismo. No se trata tampoco de dar vía libre a ninguna
invasión colegial en la conciencia de los profesionales. Como ya vimos, las
exigencias derivadas de cada moral personal encontrarían siempre como vía de
emergencia el recurso a la objeción; de modo similar a lo que acontece frente a
normas jurídicas hechas y derechas.
Los
Colegios habrán, pues, de ser el escenario natural de un indispensable debate
ético, cuyos resultados estarían destinados a lucir -en su momento y ocasión-
los máximos galones jurídicos. Que realmente así sea parece asunto discutible.
No sólo por una ya tópica queja: casi no se dan entre nosotros debates de tal
tipo, de peculiar riqueza en países de nuestro entorno; también porque una muy
arraigada norma antideontológica (los trapos sucios se lavan en casa...) tiende
a hacer de las suyas. Ello explica que, mientras todo lo relativo a aborto o
eutanasia se convierte en las profesiones sanitarias en objeto de debate
deontológico cotidiano, los "incentivos" (por no recurrir a términos
penales...) dedicados por la industria a orientar el suministro de unos u otros
fármacos soporten un silencio notablemente pesado (de pesadilla quizá...).
No
es raro tampoco que junto a esta deseable salvaguarda de exigencias éticas, o
la responsable garantía de expectativas ciudadanas, se acabe mezclando el
intento de asegurar expectativas bien diversas -de los propios colegiados- con
prioritaria relevancia económica. No hay duda de que la mera defensa de la
competencia encierra en sí una dimensión ética; nuestra Constitución no deja de
reconocer como derecho de los ciudadanos "la libertad de empresa en el
marco de la economía de mercado" (artículo 38). Pero, sin perjuicio de la
remota obligación moral de obedecer cualquier norma legítima, y de la siempre
prudente actitud de evitar sanciones disciplinarias, no toda conducta objeto de
éstas podría, sólo por ello, considerarse deontológicamente rechazable. Una
cosa es que el papel de los Colegios profesionales resulte particularmente
relevante en la determinación de las exigencias deontológicas a respetar por
sus miembros y otra, bien distinta, que la deontología profesional se reduzca a
la obediente observancia de todo y sólo lo que tales Colegios gusten
establecer.
Junto
a la ya comentada dimensión experimental, señalábamos también las posibles
-aunque siempre arriesgadas- ventajas derivadas de un ámbito de autorregulación
profesional. De nuevo lo público y lo privado dejan entrever ámbitos sociales
fronterizos. Al reconocer, por ejemplo, a la familia un papel públicamente
relevante se invita a evitar prudentemente una excesiva
"juridización", o "judicialización", de sus conflictos; sin
perjuicio de la obligada tutela de los delicados derechos en juego. La ya
clásica reticencia ante posibles excesos de paternalismo por parte de los poderes
públicos, empeñados en invadir ámbitos sociales -en supuesto y bienintencionado
beneficio de los afectados- cobra aquí sentido. Sin duda se podrán resolver con
más eficacia y humanidad los problemas del enfermo terminal con un adecuado
despliegue de protocolos sobre tratamientos médicos paliativos que con una
expeditiva e indiscriminada despenalización de la cooperación al suicidio...
No
son pocos los problemas que han ido siendo esbozados, ni muy diversos a los que
se plantean a propósito de los derechos humanos, siempre a caballo de la
controvertida frontera entre derecho y moral.
Si
las exigencias deontológicas son meramente "morales", por qué no
dejar su cumplimiento al buen hacer y entender de cada cual. Si los derechos humanos
no son todavía jurídicos, en nombre de qué cabrá exigir que los reconozcan las
leyes, si no es pretendiendo imponer a los demás opciones morales personales.
Si las exigencias deontológicas -por ser de justicia- son en realidad
jurídicas, cómo pueden los poderes públicos delegar su control y garantía en
instituciones sociales, por dignas y prestigiosas que fueren. Quizá lo que
ocurre es que los derechos humanos -con sus exigencias de justicia- son en
realidad ya jurídicos, sin perjuicio de que -precisamente por ello- haya que
dotarlos por vía, constitucional y legislativa del máximo de positividad
disponible. Si alguien tan poco iusnaturalista como Hart admitió que, por vía
de hecho, no parece imaginable que susbsista un ordenamiento sin un mínimo de derecho
natural, obvio resulta que no sería más imaginable realidad jurídica alguna sin
un mínimo de positividad.
Nuestro
propio Tribunal Constitucional justifica la capacidad autorreguladora de los
Colegios profesionales, no sólo por su relevancia pública –descartando toda
identificación simplista entre público y estatal- sino también por la peculiar
situación de "sujeción especial" que sus colegiados asumen. Ella
justificaría tal "delegación de potestades públicas en entes corporativos
dotados de amplia autonomía para la ordenación y control del ejercicio de
actividades profesionales" .
Esta
perspectiva legal colorearía peculiarmente la dimensión más restrictiva de la
deontología jurídica. Ello nos invita a repasar el mismo panorama hasta ahora
sobrevolado, pero en sentido inverso. Antes, teniendo a la persona como punto
de partida, hemos ido avanzando desde la moral personal a la social, hemos
constatado su decantación como moral positiva, vinculada a una
"opinio" -no a una "fuerza normativa de lo fáctico"-
progresivamente juridizadora. Ahora partiremos de la legalidad constitucional
para intentar remontarnos a las fuentes de las que en realidad se alimenta.
Una
vez que, con rango constitucional, "se prohíben los Tribunales de Honor en
el ámbito de la Administración civil y de las organizaciones
profesionales" (artículo 26 CE), cabe excluir de la deontología
profesional en sentido estricto cualquier tipo de exigencia sin respaldo
jurídico. Lo que gravitaría sobre los profesionales no serían exigencias éticas
meramente morales, sino propiamente jurídicas, por más que su fuente inmediata
no hayan sido los poderes públicos sino las corporaciones -no menos
"públicas"- en las que han delegado un amplio ámbito de
autorregulación. En consecuencia, su régimen disciplinario queda sometido a
ulterior control jurisdiccional, sin que se convierta en "cosa
juzgada" en ámbito alguno ajeno a lo jurídico.
Parecería,
pues, que la alusión a una deontología jurídica sería meramente tautológica, en
la medida en que el jurista no se vería sometido a otras exigencias que las que
gocen de respaldo jurídico. También la afirmación de que los derechos humanos
sólo se convierten en propiamente jurídicos cuando se ven recogidos formalmente
en una norma parece reducirlos a música celestial. No se habría producido
realmente el decisivo paso desde entender que los derechos son tales en la
medida en que los acaban recogiendo las leyes hasta entender que las leyes son
tales en la medida en que respetan determinados derechos.
En
ambos casos se nos condena a ser víctimas de un espejismo. Las leyes sólo nos
dicen, en múltiples aspectos, qué exigencias derivan del respeto a los derechos
en la medida en que se parte implícitamente de un concepto, tan pre-legal como
jurídico, de su contenido. La moral social positiva, como fuente de
"opinio", se convierte en inevitable clave interpretativa y auténtica
frontera de lo jurídico. La realidad social que condiciona la aplicación de la
ley, y garantiza que se convierte en derecho vivo, no es un mero dato
sociológico, sino expresión práctica de una exigencia de justicia, que aflorará
a través de conceptos indeterminados -pero no por ello menos jurídicos...- como
la buena fe, lo razonable, lo proporcional y tantos otros.
La
deontología jurídica deja ya de ser tan estricta, para dar entrada a elementos
jurídicos en trance de positivación, presentes en las expectativas ciudadanas.
Quien pondrá el marchamo formal será siempre un poder público o, previa y
subordinadamente, la corporación en la que ha delegado, pero los contenidos
jurídicos les vienen proporcionados, no sólo como materia prima para el Midas
de turno, sino como exigencia jurídica que reclama adecuada positivación. La
moral positiva fruto de propuestas de moral social, alimentadas por una pluralidad
de morales personales, ayuda a emerger pre-legalmente a lo jurídico.
Con
los derechos humanos no ocurre nada muy diferente. El intento de remitir toda
esta operación pre-legal a la supra-legalidad constitucional daría paso a un
nuevo espejismo. La propia Constitución resulta "ilegible" sin una
conceptuación práctica (no meramente teórica o literal) de sus valores y
principios, donde no deja de entrar en juego exigencias jurídicas que emergen
de la moralidad positiva. El Tribunal Constitucional no ha tenido inconveniente
en reconocerlo así respecto a derechos -tan involucrados en la deontología
jurídica- como los de honor o intimidad , cuyo contenido considera abierto a
una dinámica de decantación social de lo jurídico. Definir qué es lo íntimo o
lo deshonroso equivale a definir qué es jurídicamente exigible en tales
ámbitos. En otros casos el reconocimiento no es tan explícito, pero la dinámica
real no es en absoluto diversa. El intérprete lee el derecho menos en el texto
que en el contexto -no fáctico sino ético- que lo hace legible.
Todos
los elementos de la deontología jurídica en sentido más amplio confluyen en
estas tarea de decantación, tanto de la moral positiva plasmada en los códigos
éticos, como de las claves interpretativas de su eventual revisión judicial.
Lograr que las convencidas propuestas personales de moral social se conviertan
de hecho en moral positiva; insuflar luego en ésta la "opinio iuris"
indispensable para dotar a sus exigencias éticas de relevancia jurídica y de
cobertura legal es tarea indispensable de quien no renunciando modestamente a
llegar a poder ser considerado profesional modelo no está dispuesto a renunciar
a la conformación de su modelo profesional.
Este
continuo engarce -sin confusión identificadora- de derecho y moral nos sitúa en
la entraña misma de la creación del derecho. Situados en ella pierden todo
sentido viejos conflictos simplistas. Los iusnaturalistas clásicos que tachaban
de ley inicua a la que se apartaba de la recta razón, no le regateaban el
dudoso homenaje de reconocerla como "ley". Lo que en realidad les
importaba clarificar es que no había obligación moral alguna de cumplirla, o
incluso la había de desobedecerla. Cuando el positivista radical postula que la
norma jurídica "es justa por el solo hecho de ser válida", o el
positivista puritano sugiere que afirmar la validez jurídica de una norma no
implica pronunciarse sobre su vinculación moral se adentra en un
arriesgado escarceo, si lo que sugiere es que la consideración moral que la
norma merezca es jurídicamente irrelevante. Ross, a fuer de positivista, parece
dejar sentado algo bien distinto con su vinculación entre validez jurídica y
obediencia desinteresada. Son quienes tienen motivos morales para obedecer al
derecho, y no los policías ni los verdugos, quienes en realidad lo mantienen
vivo; la labor de tan probos funcionarios acaban siendo más eficaz por su
capacidad conformadora de la moralidad positiva de la sociedad que por su
capacidad de exhibir fuerza física. Una ley formalmente válida pero falta de
vigor social legitimador es un borrador de letra muerta. Unos derechos humanos
cuyo contenido se remite al texto escrito, será un cheque en blanco en manos
del intérprete, si una moralidad positiva consolidada no le impide
reescribirlo.
Ni
en la deontología ni en los derechos humanos cabe remitirse a meras claves
formales o procedimentales, si no queremos limitarnos a orquestar música
celestial; como tiempo ha nos decía el poeta: "nuestros cantares no pueden
ser sin pecado un adorno. Estamos tocando el fondo...