Revue de la B.P.C.                 THÈMES                            IV/2002

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DEONTOLOGIA JURIDICA


 por Andrés Ollero Tassara

 
 Catedrático de Filosofía del Derecho
 Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)

 

 

 


 ¿Qué pueden tener en común deontología jurídica y derechos humanos?
Pocas dudas ofrece que entre las exigencias de la primera -sea cual sea la profesión que como jurista se ejerza- se incluirá siempre el más escrupuloso respeto de los segundos; pero semejante obviedad no justificaría suficientemente el emparejamiento. Podría acudirse a otro paralelismo superficial: si se pregunta hoy por el interés que la deontología jurídica merece -e, incluso, si sería tal como para remediar su escasa o nula presencia como disciplina autónoma en todo Plan de Estudios de la Licenciatura - la respuesta afirmativa podría resultar tan unánime como si se formular similar interrogante en relación a los derechos humanos. Es cierto que -aun partiendo de tan previsible unanimidad- a la hora de establecer de modo concreto qué exigencias deontológicas serían de obligado cumplimiento, los resultados -basta hojear las páginas que siguen...- acabarían siendo de lo más variado. Tampoco faltan, sin embargo, similitudes sobre el particular en lo que a los derechos humanos respecta; sin perjuicio de que -afortunadamente- su actual nivel de positivación en buen número de ordenamientos jurídicos mejore en este caso notablemente la situación. De esa realidad da también indirectamente fe la presencia más consolidada y creciente de su estudio en los "curricula" de la carrera de Derecho.

En todo caso, donde -a mi juicio- se hace más estrecha la conexión entre deontología jurídica y derechos humanos es en su acrobática ubicación, que bordea la afilada rasante entre moral y derecho; problema filosófico-jurídico donde los haya. La deontología jurídica ¿encierra un conjunto de exigencia morales que desbordarían los imperativos jurídicos? ¿Son realmente "jurídicos" los derechos humanos, aun antes de que una ley positiva asuma sus exigencias? ¿Por qué llamaríamos, pues, deontología jurídica a lo que más bien habría que catalogar como deontología "metajurídica"? ¿Son concebibles, pues, derechos no propiamente jurídicos -"morales" quizá...- a fuer de pre-legales? En resumen -pregunta filosófico-jurídica por excelencia-, ¿nos disponemos a abordar auténticos problemas jurídicos o sólo a difundir una relajante música celestial?

 Términos no poco enredosos se nos irán acumulando. La reiterada alusión a la ética, por ejemplo, no debe llevarnos a enmascarar el diverso objetivo y alcance -si no, incluso, fundamento- de instancias que, exhibiendo similar raigambre ética, proponen exigencias tan distintas como las morales y las jurídicas. En concreto: cuando hablamos de deontología jurídica ¿pretendemos establecer imperiosamente un modelo de jurista o nos limitamos a exhortar a muy diversos profesionales a que se conviertan altruistamente en juristas modelo?

 La cuestión no es baladí. En el primer caso -desde una óptica más jurídica que moral- estaríamos fijando unos límites éticos por debajo de los cuales cualquier jurista se encontraría profesionalmente bajo mínimos. En el segundo proyectaríamos en el lejano horizonte la máxima perfección moral alcanzable en el ejercicio de una profesión jurídica. Más allá de uno y otro rubicón, al jurista sólo le quedaría verse sometido respectivamente a expediente sancionador o a proceso de canonización; no parece ser lo mismo...

 De la ética -o, para más de uno, de "lo moral" en su sentido más amplio...- solemos hablar como de la fuente última de nuestras obligaciones. Se admite, sin duda, que hay deberes y deberes; no todos de similar alcance. Pero los jurídicos tienden, desde esta óptica, a plantearse como una mera variante específica de deberes –objeto de esa "Etica Especial" presente en más de un tratado clásico...-, lo que los incluiría dentro de un más amplio corpus normativo regido por principios homogéneos. Ese radical fundamento común convertiría en accidental el peculiar impacto sancionador de lo jurídico. Por deontología jurídica habríamos de entender -desde esta perspectiva amplia- la suma de todas las exigencias éticas planteables a un jurista con ocasión del ejercicio de su profesión; algo así como un mapa de todos sus imaginables problemas de conciencia.

 La perspectiva jurídica se decanta por el contrario con más nitidez si, más que de ética, hablamos derechamente de moral. Por más que el avasallador léxico anglosajón nos vaya complicando la vida, el jurista cuando oye hablar de moral piensa inevitablemente en algo que no es (al menos, "aún"...) propiamente jurídico. Sería, como mucho, pre-jurídico; cuando, precisamente por no ser derecho, se nos propone que debería serlo. No se trataría  "lege lata"- de derecho propiamente dicho sino -"lege ferenda"- de mera propuesta de tal. Si la enmarcáramos así, una deontología jurídica en sentido estricto, debería concebirse -más acá de la moral- como un nuevo capítulo del "Derecho Administrativo, Parte Especial", preocupado de analizar y sistematizar los códigos éticos en vigor en las diversas profesiones jurídicas. No estaríamos ya, sin duda, hablando de lo mismo...

 ¿De qué obligaciones habríamos de tratar, pues, a la hora de proponer una deontología para juristas? Mi propuesta sería que hablásemos de las unas y de las otras, pero sin olvidarnos de recordar sus oportunas diferencias. La Constitución (artículo 117,1 in fine) nos marca, por ejemplo, con nitidez nuestro modelo de jueces profesionales: "sometidos únicamente al imperio de la ley". ¿Se verá, por ello, un juez modelo obligado a olvidar sus más profundas convicciones morales a la hora de ejercer su profesión? Hablar de una deontología profesional que obligara a contravenir las propias convicciones suena contradictorio. Plantear una deontología jurídica que pudiera empujar al juez a la insumisión frente a la ley nos introduciría en un ámbito pintoresco. Habremos, pues, de admitir que toda deontología profesional -como toda ética- incluye no sólo exigencias jurídicas sino también otras morales, capaces incluso de incitar al abandono de la propia profesión. Nadie sugeriría, por ejemplo, que la deontología profesional postule un modelo de Rey dispuesto, si fuera el caso, a negarse a rubricar una ley; sin perjuicio de que nadie regatee el título de Rey modelo al dispuesto a abdicar -siquiera por un día- antes que asumir un acto que repugne a sus más decisivas convicciones morales.

 La relación entre derecho y moral, tan rica en matices, nos irá obligando a explorar nuevos vericuetos en este intento de delimitar de qué hablamos cuando de deontología profesional se trata.

 

 

DEONTOLOGIA JURIDICA Y MORAL PERSONAL

 

 Situados en la acepción más amplia de la deontología, queda fuera de duda que cualquier trabajo profesional no es sino un aspecto más de una biografía personal, que es lógico se vea presidida por principios morales unitarios y coherentes. Ni la doble verdad ni la doble moral pueden aspirar a convertirse en modelo de uso de razón o de ejercicio de la libre voluntad. Convertir el abandono de los propios principios en postulado profesional primario puede prometer una ilimitada eficacia, pero halla difícil acomodo en el contorno ético propia de cualquier deontología.

 Habrá, pues, que descartar el refugio en una dimensión presuntamente neutra o técnica, que permitiera entender la invocación a lo profesional como aviso de que toda convicción moral queda de antemano aparcada. Lo lógico será, por el contrario, que para cualquier persona consciente de su dignidad el desempeño de su trabajo plantee problemas de conciencia, con no menos intensidad que se los pueda suscitar el desempeño de sus responsabilidades familiares o el destino de su tiempo libre.

 La deontología jurídica, dentro de este más amplio contexto, podría someter a sus destinatarios a situaciones de riesgo con más frecuencia que las de otras profesiones. El problema de la "ley injusta" es -con Antígona oficiando de portavoz- uno de los más viejos tópicos morales de la historia. Si todo ciudadano -Antígona no era, que se sepa, jurista ni actuaba en condición de tal...- ha de reflexionar sobre cuándo el rechazable contenido de una ley invita en conciencia a negarle acatamiento, la cuestión se convierte en problema de particular significado para todo jurista, obligado por su profesión a entendérselas, de un modo u otro, con la aplicación de las leyes.

 La situación no es, sin embargo, única. Ni siquiera muy distinta a la de los que ejercen otras profesiones -sanitarias o informativas, por ejemplo- estrechamente vinculadas a la protección y respeto de derechos humanos básicos, como los relacionados con la vida o la intimidad personal.

 El ejercicio de una profesión no es, sin embargo, una mera peripecia personal. A diferencia de cualquier aleatoria ocupación individual, una profesión implica siempre un trabajo realizado para otros y -de alguna manera- con o junto a otros. Ello no dejará de condicionar el tipo de respuesta que haya de ofrecerse ante situaciones como las señaladas.

 Cualquier ciudadano podrá considerarse obligado por sus convicciones personales a adoptar ante determinada ley una actitud de desobediencia civil; llevándola incluso a la práctica en el sentido más estricto del término: de modo público y notorio, asumiendo las consecuencias sancionatorias que tal conducta lleve consigo . Un juez al que se prohibe en el ejercicio de su función rehusar un fallo, ni siquiera pretextando oscuridad o insuficiencia de la ley, menos aún podrá inaplicarla cuando es la nítida claridad de su contenido (para él éticamente repugnante) la que alimenta su perplejidad. Su desobediencia civil le habría de llevar más bien a renunciar a ejercer como tal; de modo drástico o provocando la puesta en práctica de los mecanismos disciplinarios oportunos. Como en tantos otros casos de colisión entre derecho y moral, la deontología en su sentido más amplio llevaría en este caso al profesional a convertirse decididamente en víctima de las sanciones derivadas de normas jurídicas que la desconocieran.

 Apelar a una supuestamente deseable escisión entre exigencias éticas privadas y públicas, olvidando la existencia de la persona como indivisible sujeto común, conduciría a una falsa solución. Tomada en serio y vuelta por pasiva, tan curiosa esquizofrenia llevaría a justificar uno de los tópicos de uso más frecuente -y más ayunos de constatación empírica- en polémicas deontológicas habituales en las profesiones sanitarias. El posible recurso de un profesional de la sanidad pública a la objeción de conciencia -pieza clave de la tolerancia que toda ética pública incluye en una sociedad abierta y plural- a la hora de realizar determinada práctica, que no tendría luego inconveniente en llevar a cabo lucrativamente de forma privada.

 Los problemas deontológicos no cabe, pues, resolverlos, mediante la fuga a la doble moral, sino partiendo de una elemental cuestión: en el ejercicio profesional las exigencias éticas suelen ser, al menos, cuestión de dos.

 

 

DEONTOLOGIA JURIDICA Y MORAL SOCIAL

 

 Si de lo que se nos habla es de moral social acecha de nuevo el peligro del equívoco. Las exigencias éticas pueden ser consideradas "sociales" por el objetivo y alcance de la conducta evaluada, pero también -asunto bien distinto...- por el sujeto del que emanan los criterios de evaluación.

 Cabe, en primer lugar, calificar de "sociales" todas las exigencias morales que, desde la perspectiva de nuestra concepción personal del bien, se nos dirigen respecto a las conductas que nos relacionan con los demás. Basta repasar someramente el decálogo, para comprobar que la inmensa mayoría de sus exigencias merecerían tal rótulo. Me consideraré personalmente obligado a comportarme en la vida social de un modo u otro, para no traicionar mis propias convicciones. Desde esta perspectiva particularmente amplia, cabría considerar como exigencias de mi moral social el posible recurso, ya apuntado, a la objeción de conciencia, relativa siempre a conductas a realizar para, junto o con otros.

 Recordando la fórmula clásica que diversificaba las normas éticas según el objetivo que pretendían alcanzar, cabría de modo menos expansivo reservar el rótulo "moral social" para catalogar determinadas exigencias destinadas a configurar un modelo de sociedad donde la búsqueda del propio concepto de bien -considerado a la vez deseable para los otros- no tropiece con obstáculos de entidad. No se pretende, en este caso, sólo preservar un hueco excepcional en el que poder mantener a salvo la propia convicción, sino contribuir a conformar positivamente y dar vigencia a un código moral adecuado al modelo de sociedad que consideramos necesario para todos. La desobediencia civil, con su peculiar intensidad pública, cumpliría de modo arquetípico tal función. Mientras el objetor intenta sólo esquivar una práctica que considera éticamente repugnante, el insumiso apunta derechamente a un replanteamiento generalizado de la institución que la justificaba.

 Aún más nos acercará a un concepto restrictivo de la deontología profesional la segunda acepción de "moral social" inicialmente aludida. Nos referimos con ella a unas exigencias éticas que son "morales" en la medida en que no son -por el momento, o no habrán de ser nunca...- jurídicas. A la vez, no brotan sin embargo de modo exclusivo de mi peculiar concepción del bien o de los modelos de sociedad que pueda excluir, sino que surgen de los criterios éticos socialmente consolidados de hecho, gracias a la presencia pública de concepciones del bien potencialmente plurales.

 El concepto de persona adquiere un peculiar significado cuando se lo contrasta, marcando clara distancia, con el de rol social. Sin duda mi conciencia personal no puede ser una cuando actúo yo y otra cuando ejerzo de juez, porque al ejercer de juez soy yo mismo el que actúo; pero no es menos obvio que hay exigencias éticas que asumiré por el mero hecho de ser yo y otras que sólo habré de hacer propias en la medida en que asuma una función judicial.

 No menos claro resulta que habré de ser yo mismo quien marque las primeras –sin perjuicio de que para ello haya libremente decidido hacer propios determinados códigos morales-, mientras las segundas acabarán dependiendo de todos los que contribuyen -de hecho o de derecho- a configurar uno u otro "rol". Entre ellos yo mismo, como es lógico. Mi deontología profesional, en su sentido más amplio, no dejará de impulsarme a configurar en la moral positiva de la sociedad un modelo de mi profesión que promueva sus perfiles deseables, o al menos no les plantee insuperables obstáculos.

 La deontología profesional, en todo caso, ha cambiado ahora de centro de gravedad. Ya no es una "Etica especial" personal, reguladora de uno de mis particulares ámbitos de conducta, sino que cobra una dimensión primordialmente relacional. Con ella entrarán en juego peculiares dimensiones éticas emparentadas con nociones como responsabilidad o confianza. Mi moral personal puede imponerme la exigencia ética de no defraudar a los demás, y en consecuencia rechazaré toda norma social que favorezca el fraude; pero, una vez integrado en un contexto profesional, difícilmente podré dar contenido concreto y coherente a todo ello si no es partiendo de cómo los demás esperan que yo me comporte. Las expectativas sociales se convertirán así en elemento decisivo.

 Adentrados ya de lleno en el ámbito jurídico cabría, por ejemplo, plantear como mera exigencia deontológica la obligación de todo el que solventa una controversia de ajustar su fallo a los que precedentemente en casos similares haya emitido, aportando en caso contrario una justificación suficiente. Se trata de extremos que abordará por vías aparentemente más amplias el propio ordenamiento jurídico, a través de los mecanismos procesales de unificación de doctrina, o de la dubitativa y poco consolidada jurisprudencia constitucional sobre igualdad en aplicación de la ley ; aunque, en este segundo caso, su forzada restricción a las resoluciones de un mismo órgano judicial -o sección del mismo- apenas permita establecer diferencia significativa. Como consecuencia el derecho, lejos de dotar de particular vigor a exigencias deontológicas de especial calado, puede acabar devaluándolas al someterlas a ponderación con otros aspectos institucionales; como los suscitados por la siempre delicada relación entre el ámbito de juego del Tribunal Constitucional y el tradicional del Tribunal Supremo.

 Aún así, surgirá un núcleo de nuevas exigencias éticas que dependen más de los otros que de uno mismo: son ellos los que nos adjudican o no una confianza, que nuestra respuesta personal no debe traicionar. Cobran cuerpo, como consecuencia, peculiares responsabilidades. Con frecuencia se ignora esta realidad, de la mano de la simplista escisión entre la moral privada y una ética pública que acabaría teniendo su único reflejo en la sanción jurídica; de modo particular, en la jurídico-penal.

 Consecuencia de ello sería la proverbial falta de sensibilidad, entre quienes asumen funciones o cargos públicos, respecto a exigencias deontológicas (¿las tiene su profesión?) calificables como responsabilidad política. No hablamos ya de moral personal, porque pueden tener por objeto conductas sobre cuya inocencia su protagonista no abrigue la menor duda. Tampoco hablamos de derecho, porque éste no ha entrado aún en juego o acabará declarándose incompetente al respecto. Nos referimos a conductas que, al menos pasajeramente, empañan el ámbito de confianza que ha de acompañar a toda relación entre el hombre público y el ciudadano al que dice representar y servir .

 No muy distinta puede acabar siendo la situación en el ejercicio de otras profesiones, dada su dimensión pública. El mismo derecho privado se ha visto siempre llamado a albergar, como exigencia ética de indeclinable proyección jurídica, esa relación de mutua confianza plasmada en el rico e indeterminado concepto de la buena fe.

 La situación fronteriza de la deontología profesional, entre moral y derecho, queda así particularmente de relieve. Con independencia de exigencias neta y directamente derivadas de nuestra concepción personal del bien, e incluso a falta de normas jurídicas que las recojan, nos consideraremos éticamente obligados a comportarnos como "se espera" que lo haga un profesional merecedor de la confianza de esos conciudadanos para los que se trabaja. Habremos igualmente de asumir unas pautas de comportamiento respetuosas con los derechos de las personas junto a o con las que se ejerce dicha labor.

 Entra así en juego otro concepto no menos decididamente "social" que el de expectativa: el de apariencia. En más de un caso -como ya hemos visto en la esfera política- no bastará con que la conducta que realizamos sea éticamente intachable; será preciso además -puesto que nos hallamos de lleno en el ámbito de lo público- que no parezca lo contrario, ya que ello lesionaría esa confianza en nosotros depositada con eficacia no menor que si el fraude hubiera sido real. Antígona cede ahora el paso a la mujer del César. Por más que el concepto de lo "políticamente correcto" sea propenso a generar alergias (respecto a las que no me reconozco inmune), la deontología nos planteará exigencias éticas –vinculadas con lo "profesionalmente correcto" o con una "buena praxis"- decisivas para mantener la mutua confianza que el ejercicio de una profesión implícitamente exige.

 Ejemplo arquetípico de lo dicho, en el ámbito de la deontología jurídica, sería el debate sobre la admisibilidad de la afiliación política o sindical de jueces y fiscales. Plantear el problema en términos de moral personal no tendría ningún sentido, ya que la adhesión de cualquiera de estos funcionarios a una u otra ideología se ve obviamente protegida por la propia Constitución, que para defender su "libertad ideológica" garantiza incluso que nadie -tampoco un juez...- podrá "ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias" (artículo 16.1 y 2).

 La dimensión social de la cuestión no se contenta, sin embargo, con la existencia de una independencia "subjetiva" del juez, que nos remitiría en última instancia al fuero de su conciencia , sino que exige una independencia -por aparente-"objetiva". Esta se vería empañada por la vinculación pública a opciones representativas de intereses parciales, por legítimos que ellos pudieran ser . Tal independencia objetiva no se la considera entre nosotros -Tribunal Europeo de Derecho Humanos incluido- como mera exigencia deontológica, sino que se plasma en normas jurídicas e incluso constitucionales (artículo 127.1 CE).

 No menos polémicas -aunque faltas por el momento en nuestro caso de una solución tan neta- serían las exigencias deontológicas aplicables a la relación con los medios de comunicación, como las suscitadas por la proliferación de los llamados jueces o fiscales estrella o la configuración periodística de procesos paralelos. Tanto la apariencia de que el juez asume una dependencia -metalegal- de criterios o intereses dominantes en los medios, como la invalidación de las garantías personales vinculadas a restricciones informativas sobre el proceso, plantean exigencias deontológicas, que -dada la protección preferente de las libertades de expresión e información en nuestro ordenamiento- no han llegado a encontrar asiento jurídico suficiente.

 

 

DEONTOLOGIA Y MORAL POSITIVA

 

 Esta significativa presencia de los otros, a la hora de delimitar las exigencias deontológicas que gravan a los profesionales que les prestan servicios, podría oscurecer un aspecto nada irrelevante de nuestro problema: el del fundamento capaz de atribuir auténtica dimensión ética a estas obligaciones.

  Es bien conocida la "falacia naturalista" en que fácilmente se acaba incurriendo cuando de manera casi inconsciente se eleva a categoría ética lo que, sin más, "se hace" en la vida social; como si sólo por ello "debiera hacerse". Baste recordar versiones simplistas de esa realidad social a la que la norma se aplica, utilizada como obligado criterio de interpretación jurídica; o alusiones a encuestas que -pese a limitarse a reflejar el comportamiento fáctico de los ciudadanos- parecen dar por hecho que la valoración ética que cualitativamente merece tal conducta es idéntica a su reiteración cuantitativa.

 Tal peligro aumentaría, tras habernos remitido a las expectativas de los ciudadanos. No faltará alguna sociedad en que todo ciudadano medianamente informado dé por hecho que nadie declarará a efectos fiscales sus ingresos más allá de lo que considere públicamente controlado; derivar de ahí una exigencia deontológica que obligara a los asesores fiscales a optimizar tal fraude no parecería muy razonable.

 Las expectativas han de entenderse, pues, más como síntoma o referencia que como fundamento último de las exigencias deontológicas. Se da por hecho que lo que el ciudadano puede esperar ha de moverse dentro de un implícito marco ético, vinculado al respeto de los derechos de los demás y a la salvaguarda del "interés público". Nos vemos así conducidos a otro aspecto clave de la siempre problemática relación entre derecho y moral.

 Si no basta que una conducta se vea masivamente repetida para que podamos considerarla como expresión de la moral positiva de una sociedad, ¿qué elemento justificaría el adecuado paso de la mera realidad fáctica a la exigencia ética? Las clásicas teorías de la costumbre como posible fuente del derecho apuntaban -con no poca circularidad- a cierta "opinio iuris" como factor decisivo de dicha transubstanciación: un mero uso social se convertiría en norma jurídica sólo cuando se detectara también que de hecho era realmente considerada como tal...

 Para que de la conducta social predominante pasemos a una moral positiva, en sentido estricto, habría de entrar también en juego una "opinio" -o sea, toda una concepción práctica de lo justo- que nos impide soslayar el eterno problema del fundamento de nuestras obligaciones éticas y jurídicas. De la mano de esta constatación nos veríamos conducidos a los más clásicos aspectos de la relación entre moral y derecho. ¿Existe un fundamento "natural" capaz de justificar determinadas exigencias deontológicas, lleguen éstas o no a cobrar rango jurídico? ¿Son todas ellas, por el contrario, fruto de códigos convencionales, escritos o no?

 Si nos remitimos al ámbito de las profesiones sanitarias -en las que la doctrina y la práctica del control deontológico ha avanzado ya de modo más intenso- queda fuera de toda duda que la elaboración de códigos éticos, o la formulación de protocolos indicativos de una buena praxis, no pretende tanto levantar acta de lo que masivamente se viene haciendo como establecer -ante una posible dispersión o multiplicidad de actitudes- lo que razonablemente deberá hacerse. Es obvio que, tras ello, late una determinada opción ética; sin perjuicio de que sus perfiles y su estabilidad acaben en la práctica viéndose también notablemente condicionados por las conductas fácticas.

 Problema central en la relación entre moral y derecho ha venido siendo también la discutida fijación de la frontera entre una y otro. Pretender resolver tan ardua cuestión por la vía de remitir la moral a lo privado y lo jurídico a lo público rebosa candor, ya que lo único que se hace con ello es trasladar el problema: cómo resolver cuándo una conducta debe ser objeto de control ético público y cuándo puede privatizarse, de modo que cada cual se comporte al respecto como en conciencia considere más adecuado .

 Esta imaginativa solución -incluso una vez despejada tan peliaguda incógnita- acabaría diluyendo de paso toda deontología jurídica, que pasaría a ser: o mera exigencia moral personal, no susceptible de otro control que el de la propia conciencia, o plena exigencia jurídica, con un paradójico efecto reduplicativo. En realidad, quedaría una vez más de manifiesto que sólo tras emitir un comprometido juicio moral cabría establecer esa pacífica frontera entre una exigencia moral privada, llena de connotaciones axiológicas, y una exigencia jurídica, rebosante de aires presuntamente neutros y procedimentales.

 Añádase a ello un nuevo aspecto, en el que está en juego el objetivo mismo de toda deontología profesional: la necesidad de hacer efectivas en el ejercicio social de una profesión determinadas exigencias éticas que desbordan -por su incidencia y por su posibilidad de verse sometidas a control- el ámbito de la mera moral personal, sin llegar a requerir necesariamente una plena positivación jurídica. La vieja idea positivista que trazaba una impermeable frontera entre derecho y moral aparece así como particularmente responsable de la escasa presencia actual (para bien o para mal; cada cual juzgará...) de la deontología jurídica. Por paradójico que resulte, el secreto de la existencia de ésta radica en que no es ni privada ni pública sino todo lo contrario; o más bien sería, por "social", ambas cosas a la vez.

 Partiendo de la perspectiva moral que caracterizaba a la deontología en su sentido más amplio, el problema consistiría en la necesidad de establecer (de la mano de una concepción práctica de lo justo) una doble frontera sucesiva, hasta deslindar tres campos: el de las exigencias éticas maximalistas destinadas a dar paso a una persona modelo, perfeccionada en el ejercicio de su profesión; el de las exigencias éticas capaces de preservar la confianza de los ciudadanos, mediante el respeto de sus justas expectativas sobre el desenvolvimiento de un razonable modelo profesional; el de las exigencias éticas que, por hallarse más directamente vinculadas a valores y derechos constitucionales, se verían llamadas a gozar de la protección de las normas jurídicas, o incluso de sanción penal.

 La mentada apelación a la "opinio iuris" nos ayudaría ahora a entender en qué medida buena parte de las exigencias deontológicas más elementales cobran un inevitable aire pre-jurídico; no serían aún derechos, por no haber cobrado positivación jurídica, pero podrían recibirla en cualquier momento y convertirse en tales; sobre todo, si la imperiosa necesidad de su entrada en juego lo hiciera indispensable.

 No ha dejado de apuntarse algún paralelismo entre la provocativa categoría de los llamados derechos morales, que desafía la muralla positivista derecho-moral, y unos deberes morales, que cobrarían protagonismo específico en el ámbito deontológico. Por paradójico que resulte, los mentados derechos morales no son menos sino más jurídicos que los otros, precisamente por merecer ser tildados de "morales". Con ello se nos indica que no responden a políticas coyunturales apoyadas en razones de oportunidad o eficacia, sino que emanan de principios éticos de tan particular tonelaje como para merecer una garantía reduplicativa y reforzada.

 Los deberes morales, propios de la deontología profesional, parecen aspirar también a encontrar una doble instancia protectora, pero justificada más bien por un doble propósito prudencial: contar con un ámbito de decantación experimental de lo exigible, por una parte, y favorecer en lo posible una saludable mínima intervención jurídica, por otra.

 Es bien conocido el relevante papel que en todo esta tarea se concede a los Colegios profesionales; figura que -anécdotas, con nombre y apellidos, al margen...- goza de reconocimiento específico en nuestra Constitución (artículo 36). A la hora de justificar algunas de las consecuencias de tan elevado refrendo -colegiación obligatoria, entre otras...- el control deontológico tiende a aparecer, no sin algunos ribetes de voluntarismo, como argumento decisivo.

 Parece claro que el papel de los Colegios nos es llevar al cielo de cabeza a todos sus forzados miembros. Sin perjuicio de las rituales invocaciones a los patronos/as de turno, más que disponerse a forjar un inmejorable profesional modelo, pretenden promocionar un modelo de profesional que respete mínimamente las expectativas depositadas por los ciudadanos en quienes desempeñan tal -siempre relevante- profesión. Lógicamente, conscientes de la inevitable escasez del profesional modelo, no dejarán de esgrimir cuando convenga sanciones disciplinarias para hacer factible tan laudable empeño.

 Este intento de diseñar los adecuados perfiles de una buena práctica profesional deja traslucir la convicción de que no nos hallamos ante una cuestión meramente técnica, como si del mero visado de un proyecto se tratara. Nos acercamos, más bien, a una praxis rebosante de implícitas exigencias éticas. Entra así en juego aquella dimensión experimental que acompaña a este peculiar escalón entre lo moral y lo jurídico. Con frecuencia las exigencias emergerán al filo de problemas novedosos, cuya consideración deontológica presupone un cercano conocimiento de la materia éticamente evaluada. Los códigos éticos profesionales habrán de ir, más de una vez, por delante de la ley. No viene mal, contar con este primario control de apariencia pre-jurídica, para evitar más de un destrozo por parte de un ordenamiento jurídico habitualmente poco propicio a la sutilidad.

 Bastaría, para comprender que el legislador deje abierto un cierto ámbito de autorregulación, recordar la actitud de nuestro Tribunal Constitucional ante los problemas suscitados hoy por la biotecnología. Tras tomarse generosos años para reflexionar sobre la cuestión acaba sugiriendo, mirando de soslayo al propio legislador, que no se recarguen más aún sus ya prolijas tareas convirtiéndole en juez de novedosas "quaestiones disputatae" . Se nos sugiere quizá que, sin perjuicio de que la Constitución siga siendo considerada nuestra norma jurídica primera, parecería más prudente que la sentencia de su Tribunal por excelencia fuese por el contrario la última, y nunca demasiado apresurada.

 Los códigos éticos se convertirán en campo experimental de la delicada operación a la que ya hemos hecho referencia: determinar qué exigencias éticas han de considerarse de obligado cumplimiento en la profesión. El previsible pluralismo de las convicciones morales de los colegiados no justifica, ni hace viable, ninguna fuga al relativismo. No se trata tampoco de dar vía libre a ninguna invasión colegial en la conciencia de los profesionales. Como ya vimos, las exigencias derivadas de cada moral personal encontrarían siempre como vía de emergencia el recurso a la objeción; de modo similar a lo que acontece frente a normas jurídicas hechas y derechas.

 Los Colegios habrán, pues, de ser el escenario natural de un indispensable debate ético, cuyos resultados estarían destinados a lucir -en su momento y ocasión- los máximos galones jurídicos. Que realmente así sea parece asunto discutible. No sólo por una ya tópica queja: casi no se dan entre nosotros debates de tal tipo, de peculiar riqueza en países de nuestro entorno; también porque una muy arraigada norma antideontológica (los trapos sucios se lavan en casa...) tiende a hacer de las suyas. Ello explica que, mientras todo lo relativo a aborto o eutanasia se convierte en las profesiones sanitarias en objeto de debate deontológico cotidiano, los "incentivos" (por no recurrir a términos penales...) dedicados por la industria a orientar el suministro de unos u otros fármacos soporten un silencio notablemente pesado (de pesadilla quizá...).

 No es raro tampoco que junto a esta deseable salvaguarda de exigencias éticas, o la responsable garantía de expectativas ciudadanas, se acabe mezclando el intento de asegurar expectativas bien diversas -de los propios colegiados- con prioritaria relevancia económica. No hay duda de que la mera defensa de la competencia encierra en sí una dimensión ética; nuestra Constitución no deja de reconocer como derecho de los ciudadanos "la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado" (artículo 38). Pero, sin perjuicio de la remota obligación moral de obedecer cualquier norma legítima, y de la siempre prudente actitud de evitar sanciones disciplinarias, no toda conducta objeto de éstas podría, sólo por ello, considerarse deontológicamente rechazable. Una cosa es que el papel de los Colegios profesionales resulte particularmente relevante en la determinación de las exigencias deontológicas a respetar por sus miembros y otra, bien distinta, que la deontología profesional se reduzca a la obediente observancia de todo y sólo lo que tales Colegios gusten establecer.

 Junto a la ya comentada dimensión experimental, señalábamos también las posibles -aunque siempre arriesgadas- ventajas derivadas de un ámbito de autorregulación profesional. De nuevo lo público y lo privado dejan entrever ámbitos sociales fronterizos. Al reconocer, por ejemplo, a la familia un papel públicamente relevante se invita a evitar prudentemente una excesiva "juridización", o "judicialización", de sus conflictos; sin perjuicio de la obligada tutela de los delicados derechos en juego. La ya clásica reticencia ante posibles excesos de paternalismo por parte de los poderes públicos, empeñados en invadir ámbitos sociales -en supuesto y bienintencionado beneficio de los afectados- cobra aquí sentido. Sin duda se podrán resolver con más eficacia y humanidad los problemas del enfermo terminal con un adecuado despliegue de protocolos sobre tratamientos médicos paliativos que con una expeditiva e indiscriminada despenalización de la cooperación al suicidio...

 

 

DEONTOLOGIA JURIDICA Y DERECHO

 

 No son pocos los problemas que han ido siendo esbozados, ni muy diversos a los que se plantean a propósito de los derechos humanos, siempre a caballo de la controvertida frontera entre derecho y moral.

 Si las exigencias deontológicas son meramente "morales", por qué no dejar su cumplimiento al buen hacer y entender de cada cual. Si los derechos humanos no son todavía jurídicos, en nombre de qué cabrá exigir que los reconozcan las leyes, si no es pretendiendo imponer a los demás opciones morales personales. Si las exigencias deontológicas -por ser de justicia- son en realidad jurídicas, cómo pueden los poderes públicos delegar su control y garantía en instituciones sociales, por dignas y prestigiosas que fueren. Quizá lo que ocurre es que los derechos humanos -con sus exigencias de justicia- son en realidad ya jurídicos, sin perjuicio de que -precisamente por ello- haya que dotarlos por vía, constitucional y legislativa del máximo de positividad disponible. Si alguien tan poco iusnaturalista como Hart admitió que, por vía de hecho, no parece imaginable que susbsista un ordenamiento sin un mínimo de derecho natural, obvio resulta que no sería más imaginable realidad jurídica alguna sin un mínimo de positividad.

 Nuestro propio Tribunal Constitucional justifica la capacidad autorreguladora de los Colegios profesionales, no sólo por su relevancia pública –descartando toda identificación simplista entre público y estatal- sino también por la peculiar situación de "sujeción especial" que sus colegiados asumen. Ella justificaría tal "delegación de potestades públicas en entes corporativos dotados de amplia autonomía para la ordenación y control del ejercicio de actividades profesionales" .

 Esta perspectiva legal colorearía peculiarmente la dimensión más restrictiva de la deontología jurídica. Ello nos invita a repasar el mismo panorama hasta ahora sobrevolado, pero en sentido inverso. Antes, teniendo a la persona como punto de partida, hemos ido avanzando desde la moral personal a la social, hemos constatado su decantación como moral positiva, vinculada a una "opinio" -no a una "fuerza normativa de lo fáctico"- progresivamente juridizadora. Ahora partiremos de la legalidad constitucional para intentar remontarnos a las fuentes de las que en realidad se alimenta.

 Una vez que, con rango constitucional, "se prohíben los Tribunales de Honor en el ámbito de la Administración civil y de las organizaciones profesionales" (artículo 26 CE), cabe excluir de la deontología profesional en sentido estricto cualquier tipo de exigencia sin respaldo jurídico. Lo que gravitaría sobre los profesionales no serían exigencias éticas meramente morales, sino propiamente jurídicas, por más que su fuente inmediata no hayan sido los poderes públicos sino las corporaciones -no menos "públicas"- en las que han delegado un amplio ámbito de autorregulación. En consecuencia, su régimen disciplinario queda sometido a ulterior control jurisdiccional, sin que se convierta en "cosa juzgada" en ámbito alguno ajeno a lo jurídico.

 Parecería, pues, que la alusión a una deontología jurídica sería meramente tautológica, en la medida en que el jurista no se vería sometido a otras exigencias que las que gocen de respaldo jurídico. También la afirmación de que los derechos humanos sólo se convierten en propiamente jurídicos cuando se ven recogidos formalmente en una norma parece reducirlos a música celestial. No se habría producido realmente el decisivo paso desde entender que los derechos son tales en la medida en que los acaban recogiendo las leyes hasta entender que las leyes son tales en la medida en que respetan determinados derechos.

 En ambos casos se nos condena a ser víctimas de un espejismo. Las leyes sólo nos dicen, en múltiples aspectos, qué exigencias derivan del respeto a los derechos en la medida en que se parte implícitamente de un concepto, tan pre-legal como jurídico, de su contenido. La moral social positiva, como fuente de "opinio", se convierte en inevitable clave interpretativa y auténtica frontera de lo jurídico. La realidad social que condiciona la aplicación de la ley, y garantiza que se convierte en derecho vivo, no es un mero dato sociológico, sino expresión práctica de una exigencia de justicia, que aflorará a través de conceptos indeterminados -pero no por ello menos jurídicos...- como la buena fe, lo razonable, lo proporcional y tantos otros.

 La deontología jurídica deja ya de ser tan estricta, para dar entrada a elementos jurídicos en trance de positivación, presentes en las expectativas ciudadanas. Quien pondrá el marchamo formal será siempre un poder público o, previa y subordinadamente, la corporación en la que ha delegado, pero los contenidos jurídicos les vienen proporcionados, no sólo como materia prima para el Midas de turno, sino como exigencia jurídica que reclama adecuada positivación. La moral positiva fruto de propuestas de moral social, alimentadas por una pluralidad de morales personales, ayuda a emerger pre-legalmente a lo jurídico.

 Con los derechos humanos no ocurre nada muy diferente. El intento de remitir toda esta operación pre-legal a la supra-legalidad constitucional daría paso a un nuevo espejismo. La propia Constitución resulta "ilegible" sin una conceptuación práctica (no meramente teórica o literal) de sus valores y principios, donde no deja de entrar en juego exigencias jurídicas que emergen de la moralidad positiva. El Tribunal Constitucional no ha tenido inconveniente en reconocerlo así respecto a derechos -tan involucrados en la deontología jurídica- como los de honor o intimidad , cuyo contenido considera abierto a una dinámica de decantación social de lo jurídico. Definir qué es lo íntimo o lo deshonroso equivale a definir qué es jurídicamente exigible en tales ámbitos. En otros casos el reconocimiento no es tan explícito, pero la dinámica real no es en absoluto diversa. El intérprete lee el derecho menos en el texto que en el contexto -no fáctico sino ético- que lo hace legible.

 Todos los elementos de la deontología jurídica en sentido más amplio confluyen en estas tarea de decantación, tanto de la moral positiva plasmada en los códigos éticos, como de las claves interpretativas de su eventual revisión judicial. Lograr que las convencidas propuestas personales de moral social se conviertan de hecho en moral positiva; insuflar luego en ésta la "opinio iuris" indispensable para dotar a sus exigencias éticas de relevancia jurídica y de cobertura legal es tarea indispensable de quien no renunciando modestamente a llegar a poder ser considerado profesional modelo no está dispuesto a renunciar a la conformación de su modelo profesional.

 Este continuo engarce -sin confusión identificadora- de derecho y moral nos sitúa en la entraña misma de la creación del derecho. Situados en ella pierden todo sentido viejos conflictos simplistas. Los iusnaturalistas clásicos que tachaban de ley inicua a la que se apartaba de la recta razón, no le regateaban el dudoso homenaje de reconocerla como "ley". Lo que en realidad les importaba clarificar es que no había obligación moral alguna de cumplirla, o incluso la había de desobedecerla. Cuando el positivista radical postula que la norma jurídica "es justa por el solo hecho de ser válida", o el positivista puritano sugiere que afirmar la validez jurídica de una norma no implica pronunciarse sobre su vinculación moral  se adentra en un arriesgado escarceo, si lo que sugiere es que la consideración moral que la norma merezca es jurídicamente irrelevante. Ross, a fuer de positivista, parece dejar sentado algo bien distinto con su vinculación entre validez jurídica y obediencia desinteresada. Son quienes tienen motivos morales para obedecer al derecho, y no los policías ni los verdugos, quienes en realidad lo mantienen vivo; la labor de tan probos funcionarios acaban siendo más eficaz por su capacidad conformadora de la moralidad positiva de la sociedad que por su capacidad de exhibir fuerza física. Una ley formalmente válida pero falta de vigor social legitimador es un borrador de letra muerta. Unos derechos humanos cuyo contenido se remite al texto escrito, será un cheque en blanco en manos del intérprete, si una moralidad positiva consolidada no le impide reescribirlo.

 Ni en la deontología ni en los derechos humanos cabe remitirse a meras claves formales o procedimentales, si no queremos limitarnos a orquestar música celestial; como tiempo ha nos decía el poeta: "nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. Estamos tocando el fondo...