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XV REUNIÓN CONJUNTA DE LAS ACADEMIAS NACIONALES DE DERECHO Y
CIENCIAS SOCIALES DE BUENOS AIRES Y CÓRDOBA.
Cordoba, 23 y 24 de octubre de 2003
Professeur de philosophie et doyen
honoraire de l'Université nationale de Cordoba
1. Todo saber científico supone un sistema
racionalmente ordenado de conocimientos.
El punto de partida del conocimiento, por
su parte, supone un preguntar primero por las cosas. Nos
preguntamos qué son las cosas. Nos interesa lo inteligible, aun a
pesar de partir de los seres singulares que la experiencia nos ofrece. Los
griegos, que descubrieron la razón y que tuvieron una profunda conciencia de
ello, fueron los curiosos y precoces inquisidores de tan temprana
interrogación, y, en ese sentido, se anticiparon a nuestros tiempos.
El despertar de la razón muestra reflexiones ante
el objeto material que se aprehende al observar el entorno humano y el mundo
real que le rodea. Primero fue la observación atenta y rigurosa; luego, fue la
abstracción. Mediante ésta se elaboran los conceptos, tratando siempre de
responder a la pregunta inicial. El concepto permite aprehender y reconocer las
cosas, clasificarlas y ordenarlas; con ello se constituyen las bases de las
disciplinas científicas. El universo de las cosas naturales proporciona la
materia de las ciencias naturales. En este proceso, nuestra razón
pareciera tener la aptitud para reproducir en nuestra mente, como un
espejo, toda la realidad natural. De
ahí que se hable también de ciencias especulativas (del latín, speculum)
puesto que lo que interesa es el conocimiento por el saber mismo. Desde
este punto de vista, la Antropología estudia al ser humano como una cosa más.
Pero el
hombre, luego de dirigir su atención hacia el mundo que le rodea y hacia sí mismo,
se formula la segunda pregunta, que es doble: qué puedo hacer con las cosas
y cómo debo conducirme ante ellas y ante los seres humanos. En este punto,
además, el hombre se descubre como un ser distinto a todos los otros seres y,
por otra parte, descubre al otro, al prójimo, al semejante. A
partir de aquí se desarrollan las ciencias del hombre. El saber, en
cuanto tiene por objeto la conducta del hombre y lo que el hombre hace, ya no
es puramente especulativo, sino práctico. La praxis nos pone
frente a otra realidad: a) por una parte, el obrar del hombre, la conducta
del ser humano; b) y por otra, el hacer humano (el hombre como hacedor
y como fabricante de objetos, cosas y objetos que son los frutos de
su cultura). Estamos en el ámbito de las ciencias prácticas.
En consecuencia, el saber que tiene por objeto la
praxis no nos conduce primordialmente al saber en cuanto tal, sino al
saber para obrar y para hacer, pero no obstante ello, no se prescinde en esa
tarea cognoscitiva de los principios adquiridos por la vía del saber
especulativo y, por que el hombre es un ser que participa también del orden
natural, no puede renunciar a las razones de ser y a las estructuras
inteligibles que le son propias.
2. Es del caso destacar que, si bien la filosofía
práctica tiene por objeto la acción (el movimiento que exterioriza el
obrar y el hacer), no es meramente prescriptiva. Lo fundamental es el
saber; lo que le sigue es la prescripción, en un todo conforme con ese ser o
con esa acción que es objeto de ese saber. El juicio que se formula en ese
caso, pues, es un juicio de conocimiento, pero tiene por objeto dirigir la
acción.
Por ende, en las ciencias prácticas (v.b.
Política, Derecho y Economía) las nociones y definiciones tienden a ser operativas.
Pero la acción, antes (en sentido ontológico) que política, jurídica
o económica es moral. Ésta es de naturaleza metafísica; el conocimiento
del mundo natural es previo al conocimiento de la acción; es decir, el
conocimiento del ser de las cosas es previo al conocimiento de la acción. La
acción sigue al ser. .
Conocida la naturaleza material del mundo, en lo
que se incluye la naturaleza humana, tratamos, como derivación de tal
conocimiento, de discernir los fines ínsitos en el cosmos y en la naturaleza
humana. Es preciso que el hombre se conozca a sí mismo (y su lugar en el
mundo), en una reversión de la inteligencia hacia la interioridad, para, desde
ahí, intuir y profundizar reflexivamente el estudio del destino humano e
inferir, como corolario, los fines que deben perseguirse por la acción humana.
El descubrimiento y la conciencia del poder de la
persona humana, como sujeto del conocimiento, para aplicarlo a su conducta y a
la co-creación de objetos, ha convertido al hombre en un pequeño demiurgo. Decimos
co-creación porque el hombre crea a partir de algo ya dado, de tal manera que
se distingue de Dios, que es Creador en sentido estricto, porque lo es a partir
de la nada.
Esta actividad, cada vez más compleja, ha
merecido ser considerada en Occidente, como una dimensión fáustica propia
del hombre moderno. Goethe, en su Fausto, cambia el orden del pensar y
dice: “En un principio era la acción", sustituyendo nuestro
conocido principio que afirma que “en un principio era el Verbo”.
La Catedral que simbolizaba el pensamiento y la
acción del hombre en homenaje a Dios, en la Edad Media, cedió su lugar a las
Torres y los rascacielos de nuestra era, que pregonan el homenaje del hombre
hacia sí mismo. En esta situación crecieron y se desarrollaron, en la
modernidad, la Política, el Derecho y la Economía, como ciencias de la praxis.
La primera pone el acento en el arte de dirigir
el gobierno de los hombres y de conducir los asuntos públicos; la segunda es el
instrumento racional, que regla las conductas humanas; y la tercera rige la
producción y administración de las cosas y bienes (riqueza) cultivados por el
hombre o fabricados por él y su pertinente distribución social.
Si nos preguntamos por la jerarquía de las tres
disciplinas mencionadas, diremos que ellas presuponen la Ética, el hombre y
su obrar, esto es, la conducta del hombre en sociedad. En otras
palabras, la Política, el Derecho y la Economía, están subordinadas a la Ética
porque su jerarquía se establece según la jerarquía de los bienes que
constituyen su fin.
3. La
conducta humana ordinariamente persigue un bien, en virtud de un fin prefijado.
Pero no todo fin es un bien; y de éstos existe toda una
jerarquía, ordenada según la naturaleza de las culturas que han existido y
existen en la actualidad. La cultura de Occidente, en cuanto fue
manifestada por los pueblos nórdicos que constituyeron las comunidades
dominantes, bajo cuya influencia se planetizó en el mundo, se
exteriorizó primordialmente como seguidora de fines inmanentes.
Cabe profundizar la explicación. Existen bienes
absolutos y bienes relativos. Hay un bien absoluto, Dios, que es trascendente
a este mundo y hay bienes absolutos inmanentes en este mundo, en
cuanto estos últimos determinan una acción con exclusión de toda otra en su
orden. Así, en este caso, un bien absoluto en lo inmanente (aquende) es
el bien común, que persigue como fin organizar la vida social y darle el
sentido característico de la naturaleza humana.
Mediante este fin el hombre organiza –como se ha dicho-
la vida social con lo que se trata de alcanzar el punto óptimo en el orden de
las cosas humanas. Es el bienestar inmanente a este mundo. Esta organización
tiene dos aspectos: a) El bien individual, en el cual el fin es el de
lograr la plenitud de cada ser humano, el punto máximo de su perfección en
cuanto tal, en cuanto específicamente tal; b) El bien social, para el
cual el anterior es el punto de partida, que persigue el bien común en sí, que
determina la organización de la comunidad para alcanzar la unidad política de
que se trate.
Es natural, entonces, que el bien común en este
caso, opera como bien común absoluto en este orden (orden político). Es un bien
absoluto en el aquende (inmanente) de cada comunidad.
Este bien común –vale la pena remarcarlo- no es trascendente
(allende) a este mundo y ha señalado una característica fundamental de la
civilización de Occidente, especialmente, de las comunidades instaladas en el
norte del hemisferio norte.
El sujeto, que reconoce este bien y lo persigue,
es el ciudadano de la comunidad. Lo hace como bien de la sociedad y su fin es
un bien político. Tiene entidad para sí.
Cada comunidad, que se organiza como Nación,
persigue el bien para sí, con lo cual las comunidades dominantes, en
cuanto no apuntan su intencionalidad
hacia el bien común de la humanidad, pueden
producir un desequilibrio que repercutirá, sin lugar a dudas, en
desmedro de las comunidades dominadas.
A esta altura, como se advierte, la Política, que
fija el fin de la organización social humana, aparece como la disciplina de
máxima jerarquía en el orden de las ciencias del hombre y es ciencia
subordinante del Derecho y de la Economía. De ahí que la ciencia política sea
la que discierne cual es el bien absoluto no sólo de las comunidades sino
también de la humanidad toda.
También, por cierto, la Política estudia la
armonía existente que debiera haber entre estos bienes absolutos para sí y
el bien absoluto de la humanidad.
Los puntos débiles del equilibrio se dan
cuando el bien individual no armoniza ni tiene debida coherencia con el bien
común social de la comunidad, y, por su parte, el bien común de la comunidad no
guarda armonía con el bien común de la humanidad.
4. Por lo demás, la organización política no tendría
fijeza alguna y no podría realizarse como tal si no existiese el orden
jurídico. Precisamente, es la justicia –guardadora de los equilibrios sociales-
la que establece el bien que el Derecho, como disciplina científica,
trata de alcanzar.
Por medio de la justicia legal, la
comunidad política puede lograr el bien absoluto en ese orden (orden jurídico).
El Estado, que aparece en la comunidad jurídicamente organizada de Occidente,
persigue su bien común, que es el bien que se cristaliza en la justicia legal.
El respeto del hombre como ser individual, que
debe realizarse plenamente hasta su máxima perfección posible dentro de su
especie, debe ser asegurado universalmente en el seno de la comunidad. Esa
posibilidad resulta condicionada por la mayor o menor libertad, ya que
sin ella, el ser humano encuentra restringida o anulada su capacidad de
realización.
A primera vista, pareciera que el Derecho tiene
sólo una misión instrumental. Es verdad que ello en parte es así, en cuanto
canaliza las decisiones políticas reglando la conducta de los seres humanos y
produciendo la cristalización de esa conducta en instituciones que dan fijeza
al entramado social de la comunidad. Pero, si se observa que el Derecho nos da
la medida de lo justo, tanto en su faz conmutativa como la distributiva, se
verá de inmediato que su vigencia es signo que reconoce una propiedad del
hombre en sociedad, que marca y caracteriza su naturaleza.
El orden jurídico de la comunidad se desequilibra
y se corrompe –y con ello el orden de la político de ella- cuando unos
ciudadanos recortan a otros la libertad necesaria para realizarse plenamente.
Esto se produce al no permitirse el acceso a las necesidades mínimas que al
hombre le es dable alcanzar para ello. Las normas dictadas, por sí mismas, no
satisfacen las necesidades del hombre. Las normas, en cuanto jurídicas sólo en
su aspecto instrumental, son prescripciones sin ser, sin justicia, sin
fines absolutos en el orden político y jurídico. Las normas, en su pura
abstracción, son siervas de cualquier régimen y son vacías de sentido
genuinamente jurídico. Son Derecho aparente, sin poseer el espíritu del
Derecho, por cuanto pueden producir el aniquilamiento de la persona humana. Son
el Derecho sin el hombre, huérfanas y desprovistas, de una Antropología de
base. Son, finalmente, el Derecho sin su legítimo fin, ya que se desvían del
fin absoluto de orden jurídico. El egoísmo, la exacerbación de apetitos
terrenales y la codicia –ese lado vulnerable del hombre- suelen llevar a
situaciones de privación de la digna libertad de vastos sectores sociales y
conducir al olvido del bien común para beneficiar a unos pocos. La nomocracia
es también un fenómeno teratológico en el que se esfuman los fines
auténticos por no existir bienes universales.
5. Finalmente -lo hemos dicho más arriba- el
hombre es un ser co-creador. Ha construido, en el desarrollo de las
civilizaciones, y lo ha hecho en grado sumo en la civilización de Occidente,
una segunda naturaleza. En su afán creador, en este aquende, ha
humanizado a la naturaleza.
Se ha dicho que Dios ha hecho al hombre a su
semejanza. En Occidente, el hombre está empeñado en hacer a la naturaleza a su
imagen y semejanza.
Ha fabricado un universo de cosas y objetos y
trata de domeñar los cielos. Ha descubierto las leyes naturales y se ha
atrevido a desafiarlas, y, aun, a contravenirlas, a violarlas, y a desandar el
camino en sentido inverso.
Y, si esta osadía conlleva el riesgo de llevar a
la humanidad a su propia extinción, el desequilibrio con respecto al
bien común en el orden económico, arroja a vastos sectores de la
humanidad a la cornisa sobre el abismo, porque torna imposibles todas las vías
que conducen a cada hombre a su propia perfección.
Es probable que la producción sin control de
cosas y fenicios bienes materiales, haya conducido al hombre a una monstruosa
confusión. El fin de producir cosas y realizar servicios, simplemente por
razones mercantiles, ha ocultado y desplazado el sentido semántico del vocablo bien.
Producir cosas y servicios, sin que se ordenen al bien común, significan
perseguir un fin espurio y no un legítimo bien.
Producir cosas, máquinas, artilugios y servicios,
sin proponerse el problema de si constituyen bienes o no, es atender a fines
sin bienes. Dijimos al comenzar este trabajo que no todo fin es un bien, aunque
todo bien entraña un fin. Apotegma éste, que debe observarse para bien de la
humanidad.
La acumulación cada vez mayor de cosas
artificiales y de cosas naturales humanizadas, como un bien en sí, conduce
a un desequilibrio, que es la negación absoluta del bien común.
La utilización de vastos sectores sociales como
mano de obra en trabajos de ínfima remuneración, supone condenar a ciertas
comunidades a la servidumbre sin desplazamiento, especialmente si el fenómeno
es inducido por las comunidades dominantes en desmedro de las comunidades
dominadas. El trabajo, en esta civilización del trabajo, es una llave loable
cuando se realiza en condiciones dignas y es vituperable cuando se ejerce en
situaciones infrahumanas, absolutamente inadecuadas para perfeccionar la
naturaleza humana.
A todo esto se agrega el dinero, como medida
de cambio, en su abstracción más purificada, simple número en el papel o en
las computadoras, que permite constituir cifras siderales. Si se considera que
el dinero es trabajo acumulado, es evidente que se ha llegado a absurdos en los
cuales la naturaleza humana se ha visto absolutamente negada y desnaturalizada.
Ciertos precios y ciertas remuneraciones (¿remuneraciones?) desequilibran toda
medida, insuflados en un fin sin ser, sin hombre, sin naturaleza, sin futuro
perfectible.
6. Teniendo presente las premisas sostenidas más
arriba, cabe resumir el pensamiento expresado en una principal conclusión: a)
Cuando el fin que se persigue en el orden político de la comunidad dominante es
un bien en sí y para sí, que no se compadece con el fin de toda la
humanidad, es muy probable que ello conduzca, como consecuencia, a un desequilibrio
en desmedro de la o las comunidades dominadas; b) Cuando la comunidad
dominante, persigue un bien en sí, pero compatible con el bien
que persiguen las comunidades dominadas, y se desarrollan ambos bienes en
armonía, puede lograrse un equilibrio aceptable y digno de la naturaleza
humana.
Si quisiéramos acudir a un ejemplo podríamos
exponerlo de la siguiente manera: La comunidad dominante AA desarrolla una
droga en sus laboratorios y utiliza a las personas que constituyen la comunidad
dominada ZZ, como conejillos de indias para experimentarla, ya que no se
conocen aun todas las consecuencias posibles de su uso. En este caso, el bien
en sí y para sí, de la comunidad dominante, susceptible –en el caso- de
producir fenómenos teratológicos, es desequilibrante para la comunidad
dominada y para la humanidad.
Existen, por cierto otros ejemplos en la realidad
mundial actual, en los que la comunidad dominante imperialista utiliza la
fuerza para la imposición de ideas, actitudes (políticas, jurídicas y
económicas) en las comunidades dominadas.
Estas escenas, repetidas y motivadas para
conseguir ventajas biológicas, a las que pueden sumarse fines económicos,
implantadas y canalizadas por vías jurídicas, generadas por comunidades
imperiales, cuyo rostro la historia nos muestra.
Las comunidades que hemos llamado imperiales se
sitúan como naciones (o en el seno de naciones) que ejercen su señorío en el
planeta. Se hacen notorias, aunque no exclusivamente, cuando pergeñan un bien
común (en sí y para sí) en el aquende, en un plano horizontal, y real de
este universo, sin aspiraciones de trascendencia (allende este mundo).
Por el contrario, si el bien común se gestara siempre en función de
un fin trascendente, sería mucho más factible eludir los desequilibrios,
puesto que sería más fácil que coincidiera con los fines de cada
comunidad, sea dominante o dominada. En el caso, los objetivos finales
apuntarían hacia una clara verticalidad, para seguir con el símil que hemos
utilizado, que, de esa manera, beneficiaría, no a una sola comunidad, sino a toda
la humanidad.